martes, 23 de octubre de 2012

LA VIDA DEL CRISTIANO.

Seguimos avanzando hacia la correcta comprensión de lo que significa ser cristiano. Con la conversión y el nuevo nacimiento, el buen Pastor no ha terminado su labor; por el contrario, la ha comenzado. Ahora el cristiano es su hijo y Dios es su Padre, a quien debe amar, obedecer, y en quien debe confiar. Anteriormente apuntábamos a la idea de que todo creyente goza de una excelente posición en Cristo. Sin embargo, este mismo enaltecimiento no debe pronunciarse en el terreno de la teoría, sino que ha de tener una clara repercusión en el mundo del que formamos parte. Es decir, la persona que se convierte a Dios es cristiana... pero sus circunstancias también lo son. Por lo tanto, su forma de pensar y manera de comportarse, se habrá de ajustar necesariamente a esa nueva realidad. A partir de la salvación, que es instantánea (pero a la vez progresiva), comienza la aventura de la vida cristiana, donde se vislumbra un largo y a veces difícil camino por recorrer. A tenor de lo dicho, se halla un significado práctico del término cristiano que es determinante para poder apropiarse de este magnífico título, y que por otra parte obedece al sentido original que se encuentra en las mismas Escrituras. (Hechos 11:19-26) Curiosamente, estos impulsores del Cristianismo no fueron llamados cristianos sólo porque habían experimentado la salvación, sino principalmente porque seguían a Jesucristo, porque eran fieles discípulos de Él. Así, pues, cristiano, originalmente hablando, significa «seguidor de Jesucristo». Teniendo presente esta enseñanza bíblica, aceptamos que el cristiano lo sea primeramente por su posición en Cristo, pero a la vez también por la demostración práctica de su condición como tal. «El que dice que permanece en él, debe andar como él (Cristo)anduvo» (1 Jn. 2:6). Con esta identificación tan especial, es preciso destacar la importancia del discipulado que ha de producirse posterior a la conversión. Desde luego, nadie nace enseñado. El cristiano recién nacido espiritualmente en ningún modo es perfecto, y desde su imperfección, pero con la asistencia de Dios, habrá de comenzar el proceso de crecimiento espiritual. En relación con el tema, existen dos enfoques sobre el discipulado que hay que saber distinguir. El primer discipulado es impartido por otros cristianos con madurez espiritual, donde de una forma personal, bien sea en el ámbito particular o a través del ministerio eclesial, transmiten al recién convertido los fundamentos espirituales, doctrinales y éticos, concluyendo en la manera como debe proceder según la Palabra de Dios. A partir de ahí, el recién convertido obtendrá las herramientas suficientes para proseguir con cierta autonomía; dependiendo siempre de la gracia divina, claro está. Este discipulado al que nos referimos puede extenderse durante dos o tres años, donde en tal periodo el cristiano iniciado formará las bases doctrinales y éticas, que a su vez recibirá por medio de la lectura y meditación de los Escritos sagrados, por el estudio sistemático de las doctrinas cristianas, por la oración, y por el compromiso con Dios y su Palabra; además de ejercitar sus dones de forma adecuada y progresiva a través de su servicio en la iglesia. Este periodo de disciplina, definitivamente, formará el soporte donde construirá el edificio de su madurez espiritual y estabilidad cristiana. El segundo discipulado también comienza en el momento de la conversión, y por supuesto incluye el primero. Éste es el que depende de la buena relación con Dios y con su Palabra, e indudablemente dura toda la vida. «Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios» (Jn. 6:45). En este proceso de aprendizaje, es donde también se contempla el seguimiento a Jesucristo. El llamamiento es para todo discípulo suyo: «Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Jn. 13:15). Así, la finalidad de todo cristiano consiste en llegar a ser como Jesús, reproduciendo su carácter virtuoso y calidad de vida humana. Esto se consigue meditando en los evangelios acerca de la vida y ejemplo del Maestro, y conociendo su manera de hablar y de conducirse, así como sus reacciones, conducta, integridad, y demás cualidades... Como bien recomendó el apóstol Pedro, Cristo nos dejó su ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 P. 2:21). En resumidas cuentas, el primer discipulado tiene que ver con nuestra relación eclesial de hermandad y comunión cristiana, donde el Señor interviene de forma colectiva. El segundo, a la vez, se origina por medio de nuestra relación particular con Dios y seguimiento a Jesucristo. «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados.(Ef. 5:1). El cristiano ha sido transformado, para ser formado. Esta expresión de la vida espiritual, aplicada en el ejercicio de la vida cotidiana, se define en tres ámbitos fundamentales: en nuestra relación con Dios, con el prójimo, y con nosotros mismos. Así, nuestro servicio cristiano se establece en forma dinámica, y éste se desarrolla precedido por un sentimiento de amor verdadero a Dios, por el cual todo cristiano intentará corresponder, en gratitud, al infinito amor de Caminar con Dios es la experiencia más bella y extraordinaria que puede alcanzar el ser humano. La expresión bíblica «y caminó Enoc con Dios» (Gn. 5:22), contiene la esencia de un cristianismo sustentado en la verdad última. Vivir junto al Creador, es lo que permite obtener la excelencia de la vida. Esto forma parte de su experiencia vital y de una realidad profunda que da sentido a su vida. Dios representa el todo y no hay nada más importante que hacer su voluntad; y, podemos afirmar que sin la impronta de su presencia, las cosas materiales se ven insignificantes y carecen por completo de valor. Por todo ello, es preciso destacar la importancia que tiene la relación personal con Dios, pues nuestro acercamiento o alejamiento de Él, determinará en gran medida la validez de nuestra vida aquí en la tierra. Reiteramos que por las Sagradas Escrituras conocemos mejor a Dios y su voluntad para con nosotros. Con este propósito, antes de conquistar la tierra prometida, Josué recibió unas recomendaciones muy especiales: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien» (Jos. 1:8). Además, del cristiano agradecido brotará un sentimiento de adoración, que resultará la expresión a Dios de su reconocimiento: por lo que Él es, y por lo que ha hecho por nosotros. «Porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Jn. 4:23). En esta nueva realidad, todos los cristianos debemos permitir, con verdadera entrega, que el Espíritu de Jesucristo gobierne nuestro ser, cediéndole voluntariamente el control de nuestra vida. De esta manera su presencia y poder permanecen día a día con nosotros: «Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Es preciso tener en cuenta que el cristiano no es un ser extraño, raro, o enigmático. Por el contrario, no hay ser humano más «humano» que el cristiano. Parece de orden elemental establecer una estrecha conjunción, pues nuestra buena comunión con el Padre eterno, deberá mostrarse obligatoriamente en el amor práctico hacia aquellos que nos rodean. Después de todo lo expuesto hasta aquí, es inevitable advertir que el verdadero creyente no es seguidor de Jesucristo en la mística particular, sino como debe ser, en el escenario de la vida cotidiana. Por consiguiente, el que profesa ser cristiano abogando por una vida celestial, y a la vez aborrece a su prójimo en la vida terrenal, sea en el entorno familiar, social o eclesial, seguramente es porque no ha conocido el amor de Cristo y por lo tanto todavía permanece en tinieblas (1 Jn. 2:9). El cambio interior y renovación de vida que ha experimentado el creyente en la conversión, debe encontrar su lugar principalmente en el seno de la familia. Bien podemos prever que donde más confianza existe, es donde a la vez resulta más difícil mantener el testimonio fiel de nuestro amor al prójimo. Por ello las implicaciones familiares que conlleva nuestra identidad cristiana, son las más difíciles de poner en manifiesto; aunque, a decir verdad, las que se plantean como prioridad en el culto práctico que debemos rendir a Dios. No son pocas las que a menudo, rotas por el alcohol, el juego, las drogas, la infidelidad o las desavenencias conyugales, se han visto restauradas por completo gracias a la conversión de sus miembros. Ahora el amor y la paz reina en muchas familias quebradas, y la armonía parece coronar la relación de sus integrantes. Cientos de hogares desestructurados, privados de orientación, apáticos por el sinsabor de la vida, han encontrado en Dios la ilusión y el verdadero significado de la comunión fraternal. No cabe la menor duda de que cuando la Palabra de Dios constituye el centro del hogar, sus miembros descubren una nueva y única razón por la que juntos vivir su integridad familiar... Dicho esto, debemos recordar que la iglesia, aparte de individuos, está compuesta por familias. Es verdad que no se puede decir esto de todas las familias cristianas, pues algunas viven un cristianismo contradictorio: hablan del amor de Dios en la iglesia, y luego con sus hechos lo niegan en la familia... Pese a esta gran paradoja, no deberíamos de fijar la atención en las incoherencias de nuestra deslucida Cristiandad, sino en Cristo y en su Palabra. De tal modo, la iglesia es el lugar diseñado por Dios para que se pueda llevar a cabo un proyecto comunitario, desde donde se procure el bienestar físico y espiritual del cristiano. Éste es adecuadamente enseñado en un clima de confort, donde al tiempo se practica la comunión fraternal, se comparte la fe, y se aplican los principios bíblicos presentados por Jesús para la mutua edificación. Visto el sentido colectivo de la iglesia, no debemos descuidar nuestras responsabilidades de fraternidad cristiana, porque de ser así, nuestros hermanos sufrirán las carencias de toda falta de amor práctico. «Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios» (He. 13:16). Con espíritu comunitario, Dios es alabado y glorificado por cada miembro en particular. Así también, el escritor del Salmo elevaba su cántico de adoración a Dios, diciendo: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos. En medio de la congregación te alabaré» (Sal. 22:22). Como ha ocurrido desde la antigüedad, buena parte de la llamada Iglesia cristiana se ha convertido en una mera institución humana, apartada en gran medida de los propósitos originales de Dios; sin descartar que haya verdaderos convertidos en ella, desde luego. Aunque, no debemos distanciarnos de los fundamentos bíblicos, pues la Iglesia de Cristo, lejos de instituciones jerarquizadas, se presenta en la Escritura como el grupo de personas salvadas, sean dos o tres, y reunidas para adorar a Dios y bendecir al prójimo. Así es como Jesús promete su particular presencia en medio de su pueblo: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18:20). Se presupone que el cristiano no vive su espiritualidad dentro de una burbuja, alienado de la sociedad y de su problemática. El ruego de Jesús al Padre no fue para que permanezcamos separados del mundo, sino para ser guardados del mal (Jn. 17:15). Nuestra sociedad expectante y confusa, espera ver una coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. ¿Tiene alguna responsabilidad el cristiano con el mundo? Indiscutiblemente. Somos sal y luz, según Mateo 4:13,14. Y nuestra influencia cristiana, como tal, ha de manifestarse en nuestro entorno, aun en las áreas más cotidianas, como pueden ser las profesionales, domésticas, educativas, cívicas, y demás ámbitos. El anuncio de Dios es para la salvación de todos los hombres; y nuestro encargo es, en suma, indicar al mundo el camino de la Vida. La evangelización, tanto en su dimensión verbal como ejemplar, fue practicada de forma natural por el cristianismo primitivo: «Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio» (Hch. 8:4). El discípulo de Cristo, por tanto, debe dar testimonio de su fe, sin perder de vista que su estado espiritual es el que va a determinar toda coherencia evangelizadora. Las palabras de Jesús, en este aspecto, son alentadoras: «Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Hch. 1:8). Una vez convertido, el creyente comienza una relación de amistad con Dios, y asimismo adquiere un compromiso con el prójimo. Pero además de este compromiso colectivo, no debemos pasar por alto la responsabilidad que tenemos en cuanto a nuestras propias personas. «Ocupaos en vuestra salvación» (Fil. 2:12). El creyente recién nacido, tiene como meta inicial crecer y madurar espiritualmente. De un bebé se espera que con el tiempo llegue a conseguir la evolución psíquica y biológica propia de cada etapa del crecimiento. Del mismo modo que el desarrollo del neonato forma parte de un proceso natural, así lo es también en el progreso espiritual del recién convertido. «Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 3:18). A este perfeccionamiento se une la santidad, que conlleva el despojarse de los hábitos antiguos de la vida pasada, incorporando la nueva forma de vida en Cristo, para que así nuestra comunión con Dios marche desprovista de todo pecado que pueda obstaculizar el necesario avance espiritual. En ningún modo debe darse lugar al pecado, pues entorpece la buena relación con Dios, y el crecimiento cristiano por ende se puede ver paralizado. Todo ello, a la vez, causado por la influencia directa del Espíritu de Dios, y por la mediación de su Palabra viva y eficaz. Sepamos que todas las enseñanzas y promesas bíblicas que el cristiano permita integrar cada día en su mente y corazón, obrarán positivamente ayudándole a consolidar el «nuevo hombre» interior creado en Cristo Jesús (Ef. 4:24). Y, en la medida de su crecimiento, también irá adquiriendo una mayor comprensión de Dios, de sí mismo, y de las circunstancias que le rodean. En el transcurso de toda experiencia cristiana, se hallan tropiezos que pueden impedir el avance del necesario progreso espiritual. Dios es el Padre amoroso dispuesto a perdonar nuestros pecados, las veces que sea necesario, pues Cristo pagó por todos ellos, incluyendo también los que todavía no hemos cometido. Lo importante, en este punto, es no mantenerse caído, sino en volver lo antes posible a reconciliarse con Dios, y con la ayuda de Él intentar no sucumbir otra vez a la tentación. La promesa bíblica se hace siempre efectiva: «Si confesamos nuestros pecados, él(Dios) es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). Puede ocurrir que en esos momentos precisos tal vez no sintamos el perdón prometido en su Palabra. Pero, no es cuestión de sentimientos, sino más bien de creer en lo que Dios dice. Él no puede mentir. Una vez levantado, el Espíritu Santo le ayuda en el proceso de restauración espiritual, dándole consuelo, fuerzas y valentía, para seguir el camino con ánimo y esperanza renovada. Y aunque en cierto sentido el «yo» carnal, llamado el «viejo hombre» (Ef. 4:22), se encuentre encarcelado y sujeto a la voluntad del creyente, en el poder del Salvador, no obstante en cualquier momento puede tomar el control, si en decisión propia le abrimos la puerta. No perdamos de vista que el viejo y el nuevo hombre conviven en una especie de «alianza», donde el nuevo debe subyugar al viejo, y no al revés; para ello poseemos las fuerzas del Espíritu de Dios, «el cual nos lleva siempre en triunfo» (2 Co. 2:14). Es verdad, si de alguien no debemos fiarnos, es precisamente de nuestro corazón. Por ello tenemos la Palabra más segura, que es la Biblia, la Revelación escrita del Dios único y verdadero que nos ha creado, y por consiguiente conoce a la perfección los recónditos más insondables de nuestro ser. Y en su Palabra se nos advierte seriamente de nuestro pecado interior, al que no debemos en ninguna manera darle rienda suelta. A todo ello incluimos los pecados de omisión, es decir, aquello que sí deberíamos pensar, decir o hacer, pero que muchas veces pasamos por alto: «Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado» (Stg. 4:17). Entre tanto, la mayor conciencia que adquirimos de nuestro egoísmo personal, nos conducirá a desear la santidad y aborrecer la maldad en todas sus formas, apercibiéndonos así de nuestra grave insuficiencia para servir a Dios. Es cierto, no hay nada peor que ser egoísta y no darse cuenta de ello. Reconozcamos nuestra condición, porque todos somos egoístas por naturaleza, unos más que otros. Pero, en cualquier caso, la vida del cristiano fiel no se ha de prestar ego-céntrica, sino cristo-céntrica. Por ello debemos desechar todo egocentrismo, pues nuestros valores son los de Cristo Las ideas que se extienden entre los ámbitos religiosos sobre la existencia y obra de Satanás, son de lo más variopintas. Pese a las distintas opiniones, lo cierto es que en las Páginas sagradas se presenta la existencia real de un ser maligno, que después de Dios fue y aún es el más poderoso. Por el contrario, en esta confrontación es participante activo de la gran lucha que se libra en la esfera espiritual: «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef. 6:12). Luego, Satanás es el representante del mal, el rey de las tinieblas de este mundo. La opresión satánica es innegable, y hoy más que nunca se manifiesta de múltiples maneras, desde las más descaradas y evidentes, hasta las más sutiles y escondidas. . Sin ser motivo de obsesión, lo cierto es que no debemos ignorar la existencia del Diablo y su intervención maléfica. Él intentará hacer lo imposible para que desviemos nuestra mirada del Dios salvador y perdonador... Pese a todo, los cristianos conservamos la calma, porque el Omnipotente nos guarda, nos protege, y nos ayuda a combatir todas las tentaciones que puedan aparecer. Aunque, si bien es verdad, también se requiere de nosotros fe, firmeza, y perseverancia en seguir los preceptos bíblicos. El Diablo es el acusador de todo pecador salvado, y su empeño está en señalar cada pecado cometido. Pero Cristo es nuestro abogado y defensor, y no permitirá que ningún discípulo suyo sea cautivado por el poder de las tinieblas. Comprendamos que Satanás no posee autoridad alguna sobre el cristiano, pues como ya hemos indicado es propiedad divina, y todo lo que le acontezca, sea bueno o aparentemente malo, sucede bajo la voluntad permisiva de Dios. Por nuestra parte, perseveremos con firmeza, resistiendo la tentación, y sobre todo manteniendo plena confianza en nuestro Padre celestial, pues Él vela en todo momento. Dios parece muchas veces estar completamente ausente de nuestra sociedad, y los valores que se promueven al respecto, son extraños a su voluntad. Un mundo materialista, que ante todo se caracteriza por su secularización, establece la norma que debemos seguir: primero yo y después yo...Con esta carrera frenética se hace difícil la vida, y testificar de Cristo, por tanto, resulta un verdadero conflicto para cualquier cristiano. No parece nada sorprendente la formulación bíblica: «Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Stg. 4:4). Es cierto, la persecución silenciosa que vive la Iglesia, es cada vez mayor. El crecimiento de los valores mundanos y su nefasta influencia, parece ser imparable; incluyendo también los diferentes aspectos de la religión oficial, muchos de ellos establecidos sobre intereses terrenales. Para el cristiano fiel no existe obstáculo que se interponga en su crecimiento, en el desarrollo de su espiritualidad, y en el plan especial de Dios para su vida personal. Mantengamos la constancia en el poder de Dios, porque la providencia de lo Alto nos envuelve, y así somos guardados de todo mal. «Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo» (1 Jn. 1:4). El mayor enemigo del cristiano no es Satanás, ni el mundo... es él mismo.

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