domingo, 14 de julio de 2013

N. 2 ENCICLICA LUMEN FIDEI.

LA ENCICLICA DEL PAPA FRANCISCO:! LUMEN FIDEI.! PARTE N. 2                                                                        21. Así podemos entender la novedad que 
aporta la fe. El creyente es transformado por el 
Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este 
Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más 
allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive 
en mí» (Ga 2,20), y exhortar: «Que Cristo habite 
por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). En la 
fe, el «yo» del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida 
se hace más grande en el Amor. En esto consiste 
la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano 
puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, 
su condición filial, porque se le hace partícipe de 
su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. 
Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús 
como Señor (cf. 1 Co 12,3).
La forma eclesial de la fe
22. De este modo, la existencia creyente se 
convierte en existencia eclesial. Cuando san Pablo habla a los cristianos de Roma de que todos 
los creyentes forman un solo cuerpo en Cristo, 
les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen «según la medida de la fe que Dios otorgó a 
cada cual» (Rm 12,3). El creyente aprende a verse 
a sí mismo a partir de la fe que profesa: la figura 
de Cristo es el espejo en el que descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo abraza en sí 
a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el 
cristiano se comprende a sí mismo dentro de este 
cuerpo, en relación originaria con Cristo y con 
los hermanos en la fe. La imagen del cuerpo no 
pretende reducir al creyente a una simple parte 
de un todo anónimo, a mera pieza de un gran engranaje, sino que subraya más bien la unión vital 
de Cristo con los creyentes y de todos los creyentes entre sí (cf. Rm 12,4-5). Los cristianos son 
«uno» (cf. Ga 3,28), sin perder su individualidad, 
y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser. Se entiende entonces 
por qué fuera de este cuerpo, de esta unidad de 
la Iglesia en Cristo, de esta Iglesia que —según la 
expresión de Romano Guardini— «es la porta-27
dora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo»,16 la fe pierde su «medida», ya no 
encuentra su equilibrio, el espacio necesario para 
sostenerse. La fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo 
de Cristo, como comunión real de los creyentes. 
Desde este ámbito eclesial, abre al cristiano individual a todos los hombres. La palabra de Cristo, 
una vez escuchada y por su propio dinamismo, 
en el cristiano se transforma en respuesta, y se 
convierte en palabra pronunciada, en confesión 
de fe. Como dice san Pablo: «Con el corazón se 
cree […], y con los labios se profesa» (Rm 10,10). 
La fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace 
de la escucha y está destinada a pronunciarse 
y a convertirse en anuncio. En efecto, «¿cómo 
creerán en aquel de quien no han oído hablar? 
¿Cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie?» 
(Rm 10,14). La fe se hace entonces operante en el 
cristiano a partir del don recibido, del Amor que 
atrae hacia Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe 
del camino de la Iglesia, peregrina en la historia 
hasta su cumplimiento. Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva forma de 
ver, la fe se convierte en luz para sus ojos.CAPÍTULO SEGUNDO
SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS
(cf. Is 7,9)
Fe y verdad
23. Si no creéis, no comprenderéis (cf. Is 7,9). 
La versión griega de la Biblia hebrea, la traducción de los Setenta realizada en Alejandría de 
Egipto, traduce así las palabras del profeta Isaías 
al rey Acaz. De este modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de 
la fe. Pero en el texto hebreo leemos de modo diferente. Aquí, el profeta dice al rey: «Si no creéis, 
no subsistiréis». Se trata de un juego de palabras 
con dos formas del verbo ’amán: «creéis» (ta’aminu), y «subsistiréis» (te’amenu). Amedrentado por 
la fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una alianza con el gran imperio de Asiria. 
El profeta le invita entonces a fiarse únicamente 
de la verdadera roca que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable tener 
fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su 
Palabra. Es este el Dios al que Isaías llamará más 
adelante dos veces «el Dios del Amén» (Is 65,16), 
fundamento indestructible de fidelidad a la alianza. Se podría pensar que la versión griega de la 
Biblia, al traducir «subsistir» por «comprender», 
ha hecho un cambio profundo del sentido del 
texto, pasando de la noción bíblica de confianza 
en Dios a la griega de comprensión. Sin embar-30
go, esta traducción, que aceptaba ciertamente el 
diálogo con la cultura helenista, no es ajena a la 
dinámica profunda del texto hebreo. En efecto, 
la subsistencia que Isaías promete al rey pasa por 
la comprensión de la acción de Dios y de la unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El profeta invita a comprender 
las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad 
de Dios el plan de sabiduría que gobierna los siglos. San Agustín ha hecho una síntesis de «comprender» y «subsistir» en sus Confesiones, cuando 
habla de fiarse de la verdad para mantenerse en 
pie: «Me estabilizaré y consolidaré en ti […], en 
tu verdad».17 Por el contexto sabemos que san 
Agustín quiere mostrar cómo esta verdad fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia, es su 
presencia fiel a lo largo de la historia, su capacidad de mantener unidos los tiempos, recogiendo 
la dispersión de los días del hombre.18
24. Leído a esta luz, el texto de Isaías lleva a 
una conclusión: el hombre tiene necesidad de 
conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque 
sin ella no puede subsistir, no va adelante. La fe, 
sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros 
pasos. Se queda en una bella fábula, proyección 
de nuestros deseos de felicidad, algo que nos satisface únicamente en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O bien se reduce a un 
17 Confessiones XI, 30, 40: PL 32, 825: «et stabo atque solidabor in te, in forma mea, veritate tua…».
18 Cf. ibíd., 825-826.31
sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios en nuestro 
estado de ánimo o de la situación de los tiempos, 
e incapaz de dar continuidad al camino de la vida. 
Si la fe fuese eso, el rey Acaz tendría razón en no 
jugarse su vida y la integridad de su reino por una 
emoción. En cambio, gracias a su unión intrínseca con la verdad, la fe es capaz de ofrecer una 
luz nueva, superior a los cálculos del rey, porque 
ve más allá, porque comprende la actuación de 
Dios, que es fiel a su alianza y a sus promesas.
25. Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por 
la crisis de verdad en que nos encontramos. En 
la cultura contemporánea se tiende a menudo a 
aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: 
es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque 
funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. 
Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la 
única que se puede compartir con otros, la única 
sobre la que es posible debatir y comprometerse 
juntos. Por otra parte, estarían después las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí, 
válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de 
contribuir al bien común. La verdad grande, la 
verdad que explica la vida personal y social en 
su conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido 
esa verdad —se preguntan— la que han preten-32
dido los grandes totalitarismos del siglo pasado, 
una verdad que imponía su propia concepción 
global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un relativismo en el que 
la cuestión de la verdad completa, que es en el 
fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta 
perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la 
conexión de la religión con la verdad, porque este 
nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta 
arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran 
olvido en nuestro mundo contemporáneo. En 
efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión 
de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede 
conseguir unirnos más allá de nuestro «yo» pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen 
de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con 
eso, también el sentido del camino común.
Amor y conocimiento de la verdad
26. En esta situación, ¿puede la fe cristiana 
ofrecer un servicio al bien común indicando el 
modo justo de entender la verdad? Para responder, es necesario reflexionar sobre el tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una 
expresión de san Pablo, cuando afirma: «Con el 
corazón se cree» (Rm 10,10). En la Biblia el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan 
todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la 
interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la 33
afectividad. Pues bien, si el corazón es capaz de 
mantener unidas estas dimensiones es porque en 
él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y 
dejamos que nos toquen y nos transformen en 
lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor. 
Esta interacción de la fe con el amor nos permite 
comprender el tipo de conocimiento propio de 
la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de 
iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar 
vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae 
una luz. La comprensión de la fe es la que nace 
cuando recibimos el gran amor de Dios que nos 
transforma interiormente y nos da ojos nuevos 
para ver la realidad.
27. Es conocida la manera en que el filósofo 
Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre 
fe y certeza. Según él, creer sería algo parecido 
a una experiencia de enamoramiento, entendida 
como algo subjetivo, que no se puede proponer 
como verdad válida para todos.19 En efecto, el 
hombre moderno cree que la cuestión del amor 
tiene poco que ver con la verdad. El amor se 
concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no 
a la verdad.
Pero esta descripción del amor ¿es verdaderamente adecuada? En realidad, el amor no se 
puede reducir a un sentimiento que va y viene. 
Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar 
un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra 
persona, para construir una relación duradera; 
el amor tiende a la unión con la persona amada. 
Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene 
necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el 
tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino 
en común. Si el amor no tiene que ver con la 
verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos 
y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de 
la persona y se convierte en una luz nueva hacia 
una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no 
puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al «yo» más allá de su aislamiento, ni librarlo 
de la fugacidad del instante para edificar la vida 
y dar fruto.
Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no 
se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve 
fría, impersonal, opresiva para la vida concreta 
de la persona. La verdad que buscamos, la que 
da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que 
el amor es experiencia de verdad, que él mismo 
abre nuestros ojos para ver toda la realidad de 
modo nuevo, en unión con la persona amada. 
En este sentido, san Gregorio Magno ha escrito 35
que «amor ipse notitia est», el amor mismo es un 
conocimiento, lleva consigo una lógica nueva.20
Se trata de un modo relacional de ver el mundo, 
que se convierte en conocimiento compartido, 
visión en la visión de otro o visión común de 
todas las cosas. Guillermo de Saint Thierry, en la 
Edad Media, sigue esta tradición cuando comenta el versículo del Cantar de los Cantares en el 
que el amado dice a la amada: «Palomas son tus 
ojos» (Ct 1,15).21 Estos dos ojos, explica Guillermo, son la razón creyente y el amor, que se hacen 
uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando 
el entendimiento se hace «entendimiento de un 
amor iluminado».22
28. Una expresión eminente de este descubrimiento del amor como fuente de conocimiento, 
que forma parte de la experiencia originaria de 
todo hombre, se encuentra en la concepción bí-
blica de la fe. Saboreando el amor con el que Dios 
lo ha elegido y lo ha engendrado como pueblo, 
Israel llega a comprender la unidad del designio 
divino, desde su origen hasta su cumplimiento. 
El conocimiento de la fe, por nacer del amor de 
Dios que establece la alianza, ilumina un camino 
en la historia. Por eso, en la Biblia, verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios 
fiel, aquel que mantiene sus promesas y permite 
20 Homiliae in Evangelia, II, 27, 4: PL 76, 1207.
21 Cf. Expositio super Cantica Canticorum, XVIII, 88: CCL, 
Continuatio Mediaevalis 87, 67.
22 Ibíd., XIX, 90: CCL, Continuatio Mediaevalis 87, 69.36
comprender su designio a lo largo del tiempo. 
Mediante la experiencia de los profetas, en el sufrimiento del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel ha intuido 
que esta verdad de Dios se extendía más allá de 
la propia historia, para abarcar toda la historia del 
mundo, ya desde la creación. El conocimiento 
de la fe ilumina no sólo el camino particular de 
un pueblo, sino el decurso completo del mundo 
creado, desde su origen hasta su consumación. 
La fe como escucha y visión
29. Precisamente porque el conocimiento de la 
fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que 
establece una relación de amor con el hombre 
y le dirige la Palabra, es presentado por la Biblia 
como escucha, y es asociado al sentido del oído. 
San Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho 
clásica: fides ex auditu, «la fe nace del mensaje que 
se escucha» (Rm 10,17). El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la 
voz, la acoge en libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la «obediencia de 
la fe» (cf. Rm 1,5; 16,26).23 La fe es, además, un 
23 «Cuando Dios revela, hay que prestarle la obediencia de 
la fe (cf. Rm 16,26; comp. con Rm 1,5; 2 Co 10,5-6), por la que el 
hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios 
revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y 
asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él. Para 
profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y 
ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve 
el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da 
“a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”. Y para que 37
conocimiento vinculado al trascurrir del tiempo, 
necesario para que la palabra se pronuncie: es un 
conocimiento que se aprende sólo en un camino 
de seguimiento. La escucha ayuda a representar 
bien el nexo entre conocimiento y amor. 
Por lo que se refiere al conocimiento de la 
verdad, la escucha se ha contrapuesto a veces a la 
visión, que sería más propia de la cultura griega. 
La luz, si por una parte posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el hombre siempre 
ha aspirado, por otra parece quitar espacio a la 
libertad, porque desciende del cielo y llega directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo 
responda. Además, sería como una invitación a 
una contemplación extática, separada del tiempo 
concreto en que el hombre goza y padece. Según 
esta perspectiva, el acercamiento bíblico al conocimiento estaría opuesto al griego, que buscando 
una comprensión completa de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la visión.
Sin embargo, esta supuesta oposición no se 
corresponde con el dato bíblico. El Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra de Dios 
se une el deseo de ver su rostro. De este modo, se 
pudo entrar en diálogo con la cultura helenística, 
diálogo que pertenece al corazón de la Escritura. El 
oído posibilita la llamada personal y la obediencia, y 
la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus 
dones» (ConC. eCum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre 
la divina revelación, 5).38
también, que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de todo el recorrido y 
nos permite situarnos en el gran proyecto de Dios; 
sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos 
aislados de un todo desconocido.
30. La conexión entre el ver y el escuchar, como 
órganos de conocimiento de la fe, aparece con 
toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el 
cuarto Evangelio, creer es escuchar y, al mismo 
tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas 
características que el conocimiento propio del 
amor: es una escucha personal, que distingue la 
voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5); 
una escucha que requiere seguimiento, como en 
el caso de los primeros discípulos, que «oyeron 
sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,37). Por 
otra parte, la fe está unida también a la visión. 
A veces, la visión de los signos de Jesús precede 
a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, 
tras la resurrección de Lázaro, «al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Otras 
veces, la fe lleva a una visión más profunda: «Si 
crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11,40). Al final, 
creer y ver están entrelazados: «El que cree en mí 
[…] cree en el que me ha enviado. Y el que me 
ve a mí, ve al que me ha enviado» (Jn 12,44-45). 
Gracias a la unión con la escucha, el ver también 
forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se 
presenta como un camino de la mirada, en el que 
los ojos se acostumbran a ver en profundidad. 
Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que,todavía en la oscuridad, ante el sepulcro vacío, 
«vio y creyó» (Jn 20,8), a María Magdalena que 
ve, ahora sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple en su camino 
hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión 
de la misma Magdalena ante los discípulos: «He 
visto al Señor» (Jn 20,18).
¿Cómo se llega a esta síntesis entre el oír y 
el ver? Lo hace posible la persona concreta de 
Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos contemplado (cf. Jn
1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en el que 
se ve al Padre. En efecto, en el cuarto Evangelio, 
la verdad que percibe la fe es la manifestación del 
Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas, verdad que se puede definir como la «vida 
luminosa» de Jesús.24 Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad puramente interior. La verdad que la fe nos desvela 
está centrada en el encuentro con Cristo, en la 
contemplación de su vida, en la percepción de su 
presencia. En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los Apóstoles —la 
fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado.25 Vieron a Jesús resucitado con sus propios 
ojos y creyeron, es decir, pudieron penetrar en la 
profundidad de aquello que veían para confesar 
al Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre.
24 Cf. H. SChLIer, Meditationen über den Johanneischen Begriff 
der Wahrheit, en Besinnung auf das Neue Testament. Exegetische Aufsätze und Vorträge 2, Freiburg, Basel, Wien 1959, 272.
25 Cf. S. Th. III, q. 55, a. 2, ad 1.40
31. Solamente así, mediante la encarnación, 
compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. 
En efecto, la luz del amor se enciende cuando 
somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por 
qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe 
es también un tocar, como afirma en su primera Carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos 
visto con nuestros propios ojos […] y palparon 
nuestras manos acerca del Verbo de la vida» (1 
Jn 1,1). Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de 
los sacramentos, también hoy nos toca; de este 
modo, transformando nuestro corazón, nos ha 
permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo 
y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su 
gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la 
hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc
8,45-46), afirma: «Tocar con el corazón, esto es 
creer».26 También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de 
la fe, que reconoce su misterio, el misterio del 
Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos 
configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo.
26 Sermo 229/L, 2: PLS 2, 576: «Tangere autem corde, hoc est 
credere».41
Diálogo entre fe y razón
32. La fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la fuerza de 
este amor, llega al centro más profundo de la 
experiencia del hombre, que viene a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la luz. Con el deseo de iluminar toda 
la realidad a partir del amor de Dios manifestado en Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros cristianos encontraron 
en el mundo griego, en su afán de verdad, un 
referente adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje evangélico con el pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento 
decisivo para que el Evangelio llegase a todos 
los pueblos, y favoreció una fecunda interacción 
entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos hasta nuestros días. El 
beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica Fides 
et ratio, ha mostrado cómo la fe y la razón se 
refuerzan mutuamente.27 Cuando encontramos 
la luz plena del amor de Jesús, nos damos cuenta de que en cualquier amor nuestro hay ya un 
tenue reflejo de aquella luz y percibimos cuál es 
su meta última. Y, al mismo tiempo, el hecho de 
que en nuestros amores haya una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la donación 
plena y total del Hijo de Dios por nosotros. En 
este movimiento circular, la luz de la fe ilumina 
27 Cf. Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998): ASS
(1999), 61-62.42
todas nuestras relaciones humanas, que pueden 
ser vividas en unión con el amor y la ternura de 
Cristo.
33. En la vida de san Agustín encontramos 
un ejemplo significativo de este camino en el 
que la búsqueda de la razón, con su deseo de 
verdad y claridad, se ha integrado en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva 
inteligencia. Por una parte, san Agustín acepta 
la filosofía griega de la luz con su insistencia en 
la visión. Su encuentro con el neoplatonismo 
le había permitido conocer el paradigma de la 
luz, que desciende de lo alto para iluminar las 
cosas, y constituye así un símbolo de Dios. De 
este modo, san Agustín comprendió la trascendencia divina, y descubrió que todas las cosas 
tienen en sí una trasparencia que pueden reflejar 
la bondad de Dios, el Bien. Así se desprendió 
del maniqueísmo en que estaba instalado y que 
le llevaba a pensar que el mal y el bien luchan 
continuamente entre sí, confundiéndose y mezclándose sin contornos claros. Comprender que 
Dios es luz dio a su existencia una nueva orientación, le permitió reconocer el mal que había 
cometido y volverse al bien.
Por otra parte, en la experiencia concreta 
de san Agustín, tal como él mismo cuenta en 
sus Confesiones, el momento decisivo de su camino de fe no fue una visión de Dios más allá de 
este mundo, sino más bien una escucha, cuando 
en el jardín oyó una voz que le decía: «Toma 43
y lee»; tomó el volumen de las Cartas de san 
Pablo y se detuvo en el capítulo decimotercero 
de la Carta a los Romanos.28 Hacía acto de presencia así el Dios personal de la Biblia, capaz de 
comunicarse con el hombre, de bajar a vivir con 
él y de acompañarlo en el camino de la historia, 
manifestándose en el tiempo de la escucha y la 
respuesta.
De todas formas, este encuentro con el 
Dios de la Palabra no hizo que san Agustín 
prescindiese de la luz y la visión. Integró ambas 
perspectivas, guiado siempre por la revelación 
del amor de Dios en Jesús. Y así, elaboró una 
filosofía de la luz que integra la reciprocidad 
propia de la palabra y da espacio a la libertad de 
la mirada frente a la luz. Igual que la palabra requiere una respuesta libre, así la luz tiene como 
respuesta una imagen que la refleja. San Agustín, asociando escucha y visión, puede hablar 
entonces de la «palabra que resplandece dentro 
del hombre».29 De este modo, la luz se convierte, por así decirlo, en la luz de una palabra, porque es la luz de un Rostro personal, una luz que, 
alumbrándonos, nos llama y quiere reflejarse en 
nuestro rostro para resplandecer desde dentro 
de nosotros mismos. Por otra parte, el deseo de 
la visión global, y no sólo de los fragmentos de 
la historia, sigue presente y se cumplirá al final, 
cuando el hombre, como dice el Santo de Hipo-
na, verá y amará.30 Y esto, no porque sea capaz 
de tener toda la luz, que será siempre inabarcable, sino porque entrará por completo en la luz.
34. La luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo en 
cuanto a la verdad. A menudo la verdad queda 
hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una 
verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición intransigente de los 
totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del 
amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces 
se libera de su clausura en el ámbito privado para 
formar parte del bien común. La verdad de un 
amor no se impone con la violencia, no aplasta 
a la persona. Naciendo del amor puede llegar al 
corazón, al centro personal de cada hombre. Se 
ve claro así que la fe no es intransigente, sino que 
crece en la convivencia que respeta al otro. El 
creyente no es arrogante; al contrario, la verdad 
le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla 
él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de 
hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos 
pone en camino y hace posible el testimonio y el 
diálogo con todos.
Por otra parte, la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la 
luz de la fe es una luz encarnada, que procede de 
la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella 
se abre un camino de armonía y de comprensión 
cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se 
beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto
que no permite que la investigación se conforme 
con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de 
que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a 
maravillarse ante el misterio de la creación, la fe 
ensancha los horizontes de la razón para iluminar 
mejor el mundo que se presenta a los estudios de 
la ciencia. 
Fe y búsqueda de Dios
35. La luz de la fe en Jesús ilumina también el 
camino de todos los que buscan a Dios, y constituye la aportación propia del cristianismo al diá-
logo con los seguidores de las diversas religiones. 
La Carta a los Hebreos nos habla del testimonio 
de los justos que, antes de la alianza con Abrahán, ya buscaban a Dios con fe. De Henoc se 
dice que «se le acreditó que había complacido a 
Dios» (Hb 11,5), algo imposible sin la fe, porque 
«el que se acerca a Dios debe creer que existe y 
que recompensa a quienes lo buscan» (Hb 11,6). 
Podemos entender así que el camino del hombre 
religioso pasa por la confesión de un Dios que 
se preocupa de él y que no es inaccesible. ¿Qué 
mejor recompensa podría dar Dios a los que lo 46
buscan, que dejarse encontrar? Y antes incluso 
de Henoc, tenemos la figura de Abel, cuya fe es 
también alabada y, gracias a la cual el Señor se 
complace en sus dones, en la ofrenda de las primicias de sus rebaños (cf. Hb 11,4). El hombre 
religioso intenta reconocer los signos de Dios en 
las experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo 
de las estaciones, en la fecundidad de la tierra y 
en todo el movimiento del cosmos. Dios es luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo 
buscan con sincero corazón.
Imagen de esta búsqueda son los Magos, 
guiados por la estrella hasta Belén (cf. Mt 2,1-12). 
Para ellos, la luz de Dios se ha hecho camino, 
como estrella que guía por una senda de descubrimientos. La estrella habla así de la paciencia de 
Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a 
su esplendor. El hombre religioso está en camino 
y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de 
sí, para encontrar al Dios que sorprende siempre. 
Este respeto de Dios por los ojos de los hombres 
nos muestra que, cuando el hombre se acerca a 
él, la luz humana no se disuelve en la inmensidad 
luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al alba, sino que se hace más brillante cuanto 
más próxima está del fuego originario, como espejo que refleja su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como único salvador, sostiene que 
toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en 
su «vida luminosa», en la que se desvela el origen 47
y la consumación de la historia.31 No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del 
hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, 
iluminado y purificado por esta luz. Cuanto más 
se sumerge el cristiano en la aureola de la luz de 
Cristo, tanto más es capaz de entender y acompa-
ñar el camino de los hombres hacia Dios.
Al configurarse como vía, la fe concierne también a la vida de los hombres que, aunque no crean, 
desean creer y no dejan de buscar. En la medida 
en que se abren al amor con corazón sincero y se 
ponen en marcha con aquella luz que consiguen 
alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la 
fe. Intentan vivir como si Dios existiese, a veces 
porque reconocen su importancia para encontrar 
orientación segura en la vida común, y otras veces 
porque experimentan el deseo de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería todavía 
mayor con la presencia de Dios. Dice san Ireneo de 
Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo 
buscaba «ardientemente en su corazón», y que «recorría todo el mundo, preguntándose dónde estaba 
Dios», hasta que «Dios tuvo piedad de aquel que, 
por su cuenta, lo buscaba en el silencio».32 Quien se 
pone en camino para practicar el bien se acerca a 
Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de 
la dinámica de la luz divina iluminar nuestros ojos 
cuando caminamos hacia la plenitud del amor.
31 Cf. CongregaCIón para La doCtrIna de La fe, DeclFe y teología
36. Al tratarse de una luz, la fe nos invita a 
adentrarnos en ella, a explorar cada vez más los 
horizontes que ilumina, para conocer mejor lo 
que amamos. De este deseo nace la teología cristiana. Por tanto, la teología es imposible sin la fe y 
forma parte del movimiento mismo de la fe, que 
busca la inteligencia más profunda de la autorrevelación de Dios, cuyo culmen es el misterio de 
Cristo. La primera consecuencia de esto es que la 
teología no consiste sólo en un esfuerzo de la razón por escrutar y conocer, como en las ciencias 
experimentales. Dios no se puede reducir a un 
objeto. Él es Sujeto que se deja conocer y se manifiesta en la relación de persona a persona. La fe 
recta orienta la razón a abrirse a la luz que viene 
de Dios, para que, guiada por el amor a la verdad, 
pueda conocer a Dios más profundamente. Los 
grandes doctores y teólogos medievales han indicado que la teología, como ciencia de la fe, es una 
participación en el conocimiento que Dios tiene 
de sí mismo. La teología, por tanto, no es solamente palabra sobre Dios, sino ante todo acogida 
y búsqueda de una inteligencia más profunda de 
esa palabra que Dios nos dirige, palabra que Dios 
pronuncia sobre sí mismo, porque es un diálogo 
eterno de comunión, y admite al hombre dentro 
de este diálogo.33 Así pues, la humildad que se 
deja «tocar» por Dios forma parte de la teología, 
reconoce sus límites ante el misterio y se lanza a 
explorar, con la disciplina propia de la razón, las 
insondables riquezas de este misterio.

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