domingo, 14 de julio de 2013

PARTE N. 1 CARTA ENCÍCLICA LUMEN FIDEI

LA ENCICLICA DEL PAPA FRANCISCO:! LUMEN FIDEI.! PARTE N. 1 CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS

Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA FE------------------- 1. La Luz de La fe: la tradición de la Iglesia ha 
indicado con esta expresión el gran don traído 
por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan 
se presenta con estas palabras: «Yo he venido 
al mundo como luz, y así, el que cree en mí no 
quedará en tinieblas» (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: «Pues el 
Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones» (2 Co
4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se 
había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus,
invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada 
día, resultaba claro que no podía irradiar su luz 
sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol 
no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden 
llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde 
los ojos humanos se cierran a su luz. «No se ve 
que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en 
el sol»,1
decía san Justino mártir. Conscientes del 
vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos 
llamaron a Cristo el verdadero sol, «cuyos rayos 
dan la vida».2
A Marta, que llora la muerte de su 
hermano Lázaro, le dice Jesús: «¿No te he dicho 
que si crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). 
Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros 
desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que 
no conoce ocaso.
¿Una luz ilusoria?
2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, 
podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades 
antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos 
nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva 
forma. En este sentido, la fe se veía como una 
luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su 
hermana Elisabeth a arriesgarse, a «emprender 
nuevos caminos… con la inseguridad de quien 
procede autónomamente». Y añadía: «Aquí se 
dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga».3
Con lo 
que creer sería lo contrario de buscar. A partir de 
aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber 
rebajado la existencia humana, quitando novedad 
y aventura a la vida. La fe sería entonces como un 
espejismo que nos impide avanzar como hombres libre 3. De esta manera, la fe ha acabado por ser 
asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla 
conservar, encontrando para ella un ámbito que 
le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la 
razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya 
no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así 
como un salto que damos en el vacío, por falta de 
luz, movidos por un sentimiento ciego; o como 
una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se 
puede proponer a los demás como luz objetiva 
y común para alumbrar el camino. Poco a poco, 
sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al 
hombre con el miedo a lo desconocido. De este 
modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda 
de una luz grande, de una verdad grande, y se ha 
contentado con pequeñas luces que alumbran el 
instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el 
camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la 
senda que lleva a la meta de aquella otra que nos 
hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por descubrir
4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter 
luminoso propio de la fe, pues cuando su llama 
se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz 
de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no 
puede provenir de nosotros mismos; ha de venir 
de una fuente más primordial, tiene que venir, 
en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro 
con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su 
amor, un amor que nos precede y en el que nos 
podemos apoyar para estar seguros y construir 
la vida. Transformados por este amor, recibimos 
ojos nuevos, experimentamos que en él hay una 
gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada 
al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don 
sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, 
que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una 
parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, 
donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo 
tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más 
allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más 
amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, 
de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es 
luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san 
Pedro, la describe como una «chispa, / que se 
convierte en una llama cada vez más ardiente / y 
centellea en mí, cual estrella en el cielo».4
Deseo 
hablar precisamente de esta luz de la fe para que 
crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse 
en estrella que muestre el horizonte de nuestro 
camino en un tiempo en el que el hombre tiene 
especialmente necesidad de luz.
5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: 
«He pedido por ti, para que tu fe no se apague» 
(Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus 
hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea 
confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI decidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría 
de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de 
horizontes que la fe nos desvela, para confesarla 
en su unidad e integridad, fieles a la memoria del 
Señor, sostenidos por su presencia y por la acción 
del Espíritu Santo. La convicción de una fe que 
hace grande y plena la vida, centrada en Cristo 
y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de 
los primeros cristianos. En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano 
Rústico y el cristiano Hierax: «¿Dónde están tus 
padres?», pregunta el juez al mártir. Y éste responde: «Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra 
madre, la fe en él» Para aquellos cristianos, la fe, 
en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado 
en Cristo, era una «madre», porque los daba a luz, 
engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por 
la que estaban dispuestos a dar testimonio público 
hasta el final.
6. El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. 
Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe,6
en cuanto 
que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado 
de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe 
que este don de Dios tiene que ser alimentado 
y robustecido para que siga guiando su camino. 
El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille 
dentro de la experiencia humana, recorriendo así 
los caminos del hombre contemporáneo. De este 
modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones.
7. Estas consideraciones sobre la fe, en línea 
con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha 
declarado sobre esta virtud teologal,7
pretenden 
sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la 

«Si el Concilio no trata expresamente de la fe, habla de 
ella en cada una de sus páginas, reconoce su carácter vital y 
sobrenatural, la supone íntegra y fuerte, y construye sobre ella 
sus doctrinas. Bastaría recordar las afirmaciones conciliares […] 
para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, 
coherente con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, 
a la verdadera fe, la que tiene como fuente a Cristo y por canal 
al magisterio de la Iglesia» (Pablo VI, Audiencia general [8 marzo 
1967]: Insegnamenti V [1967], 705).
7
Cf. ConC. eCum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre 
la Fe católica, cap. III: DS 3008-3020; ConC. eCum. Vat. II,
Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5; Catecismo esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica 
sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la 
fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, 
añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a 
«confirmar a sus hermanos» en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre 
el camino de todo hombre.
En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural 
infusa por él, reconocemos que se nos ha dado 
un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra 
buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es 
Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo 
nos transforma, ilumina nuestro camino hacia 
el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en 
admirable urdimbre, constituyen el dinamismo 
de la existencia cristiana hacia la comunión plena 
con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? 
¿De dónde procede su luz poderosa que permite 
iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto? CAPÍTULO PRIMERO
HEMOS CREÍDO EN EL AMOR
(cf. 1 Jn 4,16)
Abrahán, nuestro padre en la fe
8. La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar 
su recorrido, el camino de los hombres creyentes, 
cuyo testimonio encontramos en primer lugar en 
el Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro 
padre en la fe, ocupa un lugar destacado. En su 
vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige 
la Palabra, se revela como un Dios que habla y 
lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la 
escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. 
De este modo la fe adquiere un carácter personal. 
Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un 
lugar, ni tampoco aparece vinculado a un tiempo 
sagrado determinado, sino como el Dios de una 
persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz 
de entrar en contacto con el hombre y establecer 
una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que 
nos llama por nuestro nombre. 9. Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es 
una llamada y una promesa. En primer lugar es 
una llamada a salir de su tierra, una invitación a 
abrirse a una vida nueva, comienzo de un éxodo 
que lo lleva hacia un futuro inesperado. La visión 
que la fe da a Abrahán estará siempre vinculada 
a este paso adelante que tiene que dar: la fe «ve» 
en la medida en que camina, en que se adentra 
en el espacio abierto por la Palabra de Dios. Esta 
Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran 
pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17). Es verdad que, 
en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, 
la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en 
el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los 
pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, 
en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está 
estrechamente ligada con la esperanza.
10. Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de 
esta Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se convierte en lo más 
seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo 
que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta Palabra 
como roca firme, para construir sobre ella con 
sólido fundamento. Por eso, la Biblia, para hablar 
de la fe, usa la palabra hebrea ’emûnah, derivada 
del verbo ’amán, cuya raíz significa «sostener». El 13
término ’emûnah puede significar tanto la fidelidad de Dios como la fe del hombre. El hombre 
fiel recibe su fuerza confiándose en las manos de 
Dios. Jugando con las dos acepciones de la palabra —presentes también en los correspondientes 
términos griego (pistós) y latino (fidelis)—, san Cirilo de Jerusalén ensalza la dignidad del cristiano, 
que recibe el mismo calificativo que Dios: ambos 
son llamados «fieles».8
San Agustín lo explica así: 
«El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete; 
Dios es fiel dando lo que promete al hombre».9
11. Un último aspecto de la historia de Abrahán 
es importante para comprender su fe. La Palabra 
de Dios, aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a la propia experiencia 
del patriarca. Abrahán reconoce en esa voz que 
se le dirige una llamada profunda, inscrita desde 
siempre en su corazón. Dios asocia su promesa a 
aquel «lugar» en el que la existencia del hombre 
se manifiesta desde siempre prometedora: la paternidad, la generación de una nueva vida: «Sara 
te va a dar un hijo; lo llamarás Isaac» (Gn 17,19). 
El Dios que pide a Abrahán que se fíe totalmente 
de él, se revela como la fuente de la que proviene 
toda vida. De esta forma, la fe se pone en relación con la paternidad de Dios, de la que procede 
la creación: el Dios que llama a Abrahán es el 
Dios creador, que «llama a la existencia lo que 
no existe» (Rm 4,17), que «nos eligió antes de la fundación del mundo… y nos ha destinado a ser 
sus hijos» (Ef 1,4-5). Para Abrahán, la fe en Dios 
ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en 
el origen de todas las cosas, y confirmar que su 
vida no procede de la nada o la casualidad, sino 
de una llamada y un amor personal. El Dios misterioso que lo ha llamado no es un Dios extraño, 
sino aquel que es origen de todo y que todo lo 
sostiene. La gran prueba de la fe de Abrahán, el 
sacrificio de su hijo Isaac, nos permite ver hasta 
qué punto este amor originario es capaz de garantizar la vida incluso después de la muerte. La 
Palabra que ha sido capaz de suscitar un hijo con 
su cuerpo «medio muerto» y «en el seno estéril» 
de Sara (cf. Rm 4,19), será también capaz de garantizar la promesa de un futuro más allá de toda 
amenaza o peligro (cf. Hb 11,19; Rm 4,21).
La fe de Israel 
12. En el libro del Éxodo, la historia del pueblo 
de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La 
fe nace de nuevo de un don originario: Israel se 
abre a la intervención de Dios, que quiere librarlo 
de su miseria. La fe es la llamada a un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar 
la tierra prometida. El amor divino se describe 
con los rasgos de un padre que lleva de la mano a 
su hijo por el camino (cf. Dt 1,31). La confesión 
de fe de Israel se formula como narración de los que el pueblo transmite de generación en generación. Para Israel, la luz de Dios brilla a través de
la memoria de las obras realizadas por el Señor, 
conmemoradas y confesadas en el culto, transmitidas de padres a hijos. Aprendemos así que 
la luz de la fe está vinculada al relato concreto 
de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus 
promesas. La arquitectura gótica lo ha expresado 
muy bien: en las grandes catedrales, la luz llega 
del cielo a través de las vidrieras en las que está 
representada la historia sagrada. La luz de Dios 
nos llega a través de la narración de su revelación 
y, de este modo, puede iluminar nuestro camino 
en el tiempo, recordando los beneficios divinos, 
mostrando cómo se cumplen sus promesas.
13. Por otro lado, la historia de Israel también 
nos permite ver cómo el pueblo ha caído tantas 
veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo 
contrario de la fe se manifiesta como idolatría. 
Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el 
pueblo no soporta el misterio del rostro oculto 
de Dios, no aguanta el tiempo de espera. La fe, 
por su propia naturaleza, requiere renunciar a la 
posesión inmediata que parece ofrecer la visión, 
es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, 
respetando el misterio propio de un Rostro, que 
quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición 
de idolatría del rabino de Kock: se da idolatría 
cuando «un rostro se dirige reverentemente a un
beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al pueblo (cf. Dt 26,5-11), narración rostro que no es un rostro».10 En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo 
rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, 
porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, 
no hay riesgo de una llamada que haga salir de 
las propias seguridades, porque los ídolos «tienen boca y no hablan» (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse 
a sí mismo en el centro de la realidad, adorando 
la obra de las propias manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, 
el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus 
deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de 
su historia. Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La 
idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y 
forman más bien un laberinto. Quien no quiere 
fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mí». 
La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo 
opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos 
para volver al Dios vivo, mediante un encuentro 
personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que 
sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta 
poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la paradoja: en el 
continuo volverse al Señor, el hombre encuentra 
un camino seguro, que lo libera de la dispersión a 
que le someten los ídolos.
14. En la fe de Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no puede 
ver el rostro de Dios; es Moisés quien habla con 
yhwh en la montaña y transmite a todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador, 
Israel ha aprendido a caminar unido. El acto de 
fe individual se inserta en una comunidad, en el 
«nosotros» común del pueblo que, en la fe, es 
como un solo hombre, «mi hijo primogénito», 
como llama Dios a Israel (Ex 4,22). La mediación 
no representa aquí un obstáculo, sino una apertura: en el encuentro con los demás, la mirada se 
extiende a una verdad más grande que nosotros 
mismos. J. J. Rousseau lamentaba no poder ver 
a Dios personalmente: «¡Cuántos hombres entre Dios y yo!».11 «¿Es tan simple y natural que 
Dios se haya dirigido a Moisés para hablar a 
Jean Jacques Rousseau?».12 Desde una concepción individualista y limitada del conocimiento, 
no se puede entender el sentido de la mediación, 
esa capacidad de participar en la visión del otro, 
ese saber compartido, que es el saber propio del 
amor. La fe es un don gratuito de Dios que exige 
la humildad y el valor de fiarse y confiarse, para 
11 Émile, Paris 1966, 387.
12 Lettre à Christophe de Beaumont, Lausanne 1993, 110 poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación.
La plenitud de la fe cristiana
15. «Abrahán […] saltaba de gozo pensando 
ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría» (Jn 8,56). 
Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán 
estaba orientada ya a él; en cierto sentido, era una 
visión anticipada de su misterio. Así lo entiende 
san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en el Cristo ya venido, 
sino la fe en el Cristo que había de venir, una 
fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de 
Jesús.13 La fe cristiana está centrada en Cristo, es 
confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas 
las líneas del Antiguo Testamento convergen en 
Cristo; él es el «sí» definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro «amén» último a 
Dios (cf. 2 Co 1,20). La historia de Jesús es la 
manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si 
Israel recordaba las grandes muestras de amor de 
Dios, que constituían el centro de su confesión y 
abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se 
presenta como la intervención definitiva de Dios, 
la manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no 
es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf. 
Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios 
13 Cf. In Ioh. Evang., 45, 9: PL 35, 1722-1723.19
nos pueda dar para asegurarnos su amor, como 
recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder 
eficaz, en su capacidad de transformar el mundo 
e iluminar el tiempo. «Hemos conocido el amor 
que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn
4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se 
asienta la realidad y su destino último.
16. La mayor prueba de la fiabilidad del amor 
de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn 15,13), Jesús 
ha ofrecido la suya por todos, también por los 
que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado en 
la hora de la cruz el momento culminante de la 
mirada de fe, porque en esa hora resplandece el 
amor divino en toda su altura y amplitud. San 
Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús, contempla al que 
habían atravesado (cf. Jn 19,37): «El que lo vio da 
testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe 
que dice la verdad, para que también vosotros 
creáis» (Jn 19,35). F. M. Dostoievski, en su obra 
El idiota, hace decir al protagonista, el príncipe 
Myskin, a la vista del cuadro de Cristo muerto 
en el sepulcro, obra de Hans Holbein el Joven: 
«Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe 20
a alguno».14 En efecto, el cuadro representa con 
crudeza los efectos devastadores de la muerte en 
el cuerpo de Cristo. Y, sin embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la 
fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente, 
cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la 
muerte para salvarnos. En este amor, que no se 
ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto 
me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.
17. Ahora bien, la muerte de Cristo manifiesta 
la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de 
la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es 
testigo fiable, digno de fe (cf. Ap 1,5; Hb 2,17), 
apoyo sólido para nuestra fe. «Si Cristo no ha 
resucitado, vuestra fe no tiene sentido», dice san 
Pablo (1 Co 15,17). Si el amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si 
no hubiese podido devolver la vida a su cuerpo, 
no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte. Cuando 
san Pablo habla de su nueva vida en Cristo, se 
refiere a la «fe del Hijo de Dios, que me amó y 
se entregó por mí» (Ga 2,20). Esta «fe del Hijo 
de Dios» es ciertamente la fe del Apóstol de los 
gentiles en Jesús, pero supone la fiabilidad de Jesús, que se funda, sí, en su amor hasta la muerte, pero también en ser Hijo de Dios. Precisamente
porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de 
modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la 
muerte y hacer resplandecer plenamente la vida. 
Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta 
presencia concreta de Dios, de su acción en el 
mundo. Pensamos que Dios sólo se encuentra 
más allá, en otro nivel de realidad, separado de 
nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, 
si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, 
su amor no sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera 
verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad 
que promete. En tal caso, creer o no creer en él 
sería totalmente indiferente. Los cristianos, en 
cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de 
Dios, que obra verdaderamente en la historia y 
determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
18. La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene 
otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo 
aquel en quien creemos, la manifestación máxima 
del amor de Dios, sino también aquel con quien 
nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a 
Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo 
de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos 
en otras personas que conocen las cosas mejor 
que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto 
que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado 
que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto 
en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta 
como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). 
La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre 
un espacio nuevo a la experiencia humana, en el 
que podemos entrar. La importancia de la relación 
personal con Jesús mediante la fe queda reflejada 
en los diversos usos que hace san Juan del verbo 
credere. Junto a «creer que» es verdad lo que Jesús 
nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las locuciones «creer a» Jesús y «creer en» 
Jesús. «Creemos a» Jesús cuando aceptamos su 
Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn 
6,30). «Creemos en» Jesús cuando lo acogemos 
personalmente en nuestra vida y nos confiamos a 
él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo 
a lo largo del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).
Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo 
y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra 
carne, y así su visión del Padre se ha realizado 
también al modo humano, mediante un camino 
y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en 
la encarnación del Verbo y en su resurrección en 
la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan 
cercano, que ha entrado en nuestra historia. La 
fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de 
Nazaret no nos separa de la realidad, sino que 
nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo 23
lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva 
al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor
intensidad todavía el camino sobre la tierra.
La salvación mediante la fe
19. A partir de esta participación en el modo de 
ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus 
escritos una descripción de la existencia creyente. El 
que cree, aceptando el don de la fe, es transformado 
en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un ser 
filial que se hace hijo en el Hijo. «Abbá, Padre», es la 
palabra más característica de la experiencia de Jesús, 
que se convierte en el núcleo de la experiencia cristiana (cf. Rm 8,15). La vida en la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el don originario y 
radical, que está a la base de la existencia del hombre, 
y puede resumirse en la frase de san Pablo a los Corintios: «¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1 Co
4,7). Precisamente en este punto se sitúa el corazón 
de la polémica de san Pablo con los fariseos, la discusión sobre la salvación mediante la fe o mediante las 
obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la actitud 
de quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios 
mediante sus propias obras. Éste, aunque obedezca 
a los mandamientos, aunque haga obras buenas, se 
pone a sí mismo en el centro, y no reconoce que el 
origen de la bondad es Dios. Quien obra así, quien 
quiere ser fuente de su propia justicia, ve cómo pronto se le agota y se da cuenta de que ni siquiera puede 
mantenerse fiel a la ley. Se cierra, aislándose del Señor 
y de los otros, y por eso mismo su vida se vuelve 
vana, sus obras estériles, como árbol lejos del agua. 24
San Agustín lo expresa así con su lenguaje conciso y 
eficaz: «Ab eo qui fecit te noli deficere nec ad te», de aquel 
que te ha hecho, no te alejes ni siquiera para ir a ti.15
Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, 
se encontrará a sí mismo, su existencia fracasa (cf. Lc 
15,11-24). La salvación comienza con la apertura a 
algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia. Sólo abriéndonos a 
este origen y reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y 
haga fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste en reconocer el primado 
del don de Dios, como bien resume san Pablo: «En 
efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y 
esto no viene de vosotros: es don de Dios» (Ef 2,8s).
20. La nueva lógica de la fe está centrada en 
Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la 
vida se abre radicalmente a un Amor que nos 
precede y nos transforma desde dentro, que obra 
en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en la exégesis que el Apóstol de los gentiles 
hace de un texto del Deuteronomio, interpretación que se inserta en la dinámica más profunda 
del Antiguo Testamento. Moisés dice al pueblo 
que el mandamiento de Dios no es demasiado 
alto ni está demasiado alejado del hombre. No se 
debe decir: «¿Quién de nosotros subirá al cielo y 
nos lo traerá?» o «¿Quién de nosotros cruzará el 
mar y nos lo traerá?» (cf. Dt 30,11-14). Pablo in-
15 De continentia, 4,11: PL 40, 356.25
terpreta esta cercanía de la palabra de Dios como 
referida a la presencia de Cristo en el cristiano: 
«No digas en tu corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a Cristo. O “¿quién 
bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a 
Cristo de entre los muertos» (Rm 10,6-7). Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre 
los muertos; con su encarnación y resurrección, 
el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del 
hombre y habita en nuestros corazones mediante 
el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos 
ha dado como un gran don que nos transforma 
interiormente, que habita en nosotros, y así nos 
da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, 
el arco completo del camino humano.
21. Así podemos entender la novedad que 
aporta la fe. El creyente es transformado por el 
Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este 
Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más 
allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive 
en mí» (Ga 2,20), y exhortar: «Que Cristo habite 
por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). En la 
fe, el «yo» del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida 
se hace más grande en el Amor. En esto consiste 
la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano 
puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, 
su condición filial, porque se le hace partícipe de 
su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. 
Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús 
como Señor (cf. 1 Co 12,3).
La forma eclesial de la fe
22. De este modo, la existencia creyente se 
convierte en existencia eclesial. Cuando san Pablo habla a los cristianos de Roma de que todos 
los creyentes forman un solo cuerpo en Cristo, 
les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen «según la medida de la fe que Dios otorgó a 
cada cual» (Rm 12,3). El creyente aprende a verse 
a sí mismo a partir de la fe que profesa: la figura 
de Cristo es el espejo en el que descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo abraza en sí 
a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el 
cristiano se comprende a sí mismo dentro de este 
cuerpo, en relación originaria con Cristo y con 
los hermanos en la fe. La imagen del cuerpo no 
pretende reducir al creyente a una simple parte 
de un todo anónimo, a mera pieza de un gran engranaje, sino que subraya más bien la unión vital 
de Cristo con los creyentes y de todos los creyentes entre sí (cf. Rm 12,4-5). Los cristianos son 
«uno» (cf. Ga 3,28), sin perder su individualidad, 
y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser. Se entiende entonces 
por qué fuera de este cuerpo, de esta unidad de 
la Iglesia en Cristo, de esta Iglesia que —según la 
expresión de Romano Guardini— «es la porta-27
dora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo»,16 la fe pierde su «medida», ya no 
encuentra su equilibrio, el espacio necesario para 
sostenerse. La fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo 
de Cristo, como comunión real de los creyentes. 
Desde este ámbito eclesial, abre al cristiano individual a todos los hombres. La palabra de Cristo, 
una vez escuchada y por su propio dinamismo, 
en el cristiano se transforma en respuesta, y se 
convierte en palabra pronunciada, en confesión 
de fe. Como dice san Pablo: «Con el corazón se 
cree […], y con los labios se profesa» (Rm 10,10). 
La fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace 
de la escucha y está destinada a pronunciarse 
y a convertirse en anuncio. En efecto, «¿cómo 
creerán en aquel de quien no han oído hablar? 
¿Cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie?» 
(Rm 10,14). La fe se hace entonces operante en el 
cristiano a partir del don recibido, del Amor que 
atrae hacia Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe 
del camino de la Iglesia, peregrina en la historia 
hasta su cumplimiento. Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva forma de 
ver, la fe se convierte en luz para sus ojos. CAPÍTULO SEGUNDO
SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS
(cf. Is 7,9)
Fe y verdad
23. Si no creéis, no comprenderéis (cf. Is 7,9). 
La versión griega de la Biblia hebrea, la traducción de los Setenta realizada en Alejandría de 
Egipto, traduce así las palabras del profeta Isaías 
al rey Acaz. De este modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de 
la fe. Pero en el texto hebreo leemos de modo diferente. Aquí, el profeta dice al rey: «Si no creéis, 
no subsistiréis». Se trata de un juego de palabras 
con dos formas del verbo ’amán: «creéis» (ta’aminu), y «subsistiréis» (te’amenu). Amedrentado por 
la fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una alianza con el gran imperio de Asiria. 
El profeta le invita entonces a fiarse únicamente 
de la verdadera roca que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable tener 
fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su 
Palabra. Es este el Dios al que Isaías llamará más 
adelante dos veces «el Dios del Amén» (Is 65,16), 
fundamento indestructible de fidelidad a la alianza. Se podría pensar que la versión griega de la 
Biblia, al traducir «subsistir» por «comprender», 
ha hecho un cambio profundo del sentido del 
texto, pasando de la noción bíblica de confianza 
en Dios a la griega de comprensión. Sin embar-30
go, esta traducción, que aceptaba ciertamente el 
diálogo con la cultura helenista, no es ajena a la 
dinámica profunda del texto hebreo. En efecto, 
la subsistencia que Isaías promete al rey pasa por 
la comprensión de la acción de Dios y de la unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El profeta invita a comprender 
las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad 
de Dios el plan de sabiduría que gobierna los siglos. San Agustín ha hecho una síntesis de «comprender» y «subsistir» en sus Confesiones, cuando 
habla de fiarse de la verdad para mantenerse en 
pie: «Me estabilizaré y consolidaré en ti […], en 
tu verdad».17 Por el contexto sabemos que san 
Agustín quiere mostrar cómo esta verdad fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia, es su 
presencia fiel a lo largo de la historia, su capacidad de mantener unidos los tiempos, recogiendo 
la dispersión de los días del hombre.18
24. Leído a esta luz, el texto de Isaías lleva a 
una conclusión: el hombre tiene necesidad de 
conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque 
sin ella no puede subsistir, no va adelante. La fe, 
sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros 
pasos. Se queda en una bella fábula, proyección 
de nuestros deseos de felicidad, algo que nos satisface únicamente en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O bien se reduce a un 
17 Confessiones XI, 30, 40: PL 32, 825: «et stabo atque solidabor in te, in forma mea, veritate tua…».
18 Cf. ibíd., 825-826.31
sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios en nuestro 
estado de ánimo o de la situación de los tiempos, 
e incapaz de dar continuidad al camino de la vida. 
Si la fe fuese eso, el rey Acaz tendría razón en no 
jugarse su vida y la integridad de su reino por una 
emoción. En cambio, gracias a su unión intrínseca con la verdad, la fe es capaz de ofrecer una 
luz nueva, superior a los cálculos del rey, porque 
ve más allá, porque comprende la actuación de 
Dios, que es fiel a su alianza y a sus promesas.
25. Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por 
la crisis de verdad en que nos encontramos. En 
la cultura contemporánea se tiende a menudo a 
aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: 
es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque 
funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. 
Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la 
única que se puede compartir con otros, la única 
sobre la que es posible debatir y comprometerse 
juntos. Por otra parte, estarían después las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí, 
válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de 
contribuir al bien común. La verdad grande, la 
verdad que explica la vida personal y social en 
su conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido 
esa verdad —se preguntan— la que han preten-32
dido los grandes totalitarismos del siglo pasado, 
una verdad que imponía su propia concepción 
global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un relativismo en el que 
la cuestión de la verdad completa, que es en el 
fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta 
perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la 
conexión de la religión con la verdad, porque este 
nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta 
arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran 
olvido en nuestro mundo contemporáneo. En 
efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión 
de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede 
conseguir unirnos más allá de nuestro «yo» pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen 
de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con 
eso, también el sentido del camino común.
Amor y conocimiento de la verdad
26. En esta situación, ¿puede la fe cristiana 
ofrecer un servicio al bien común indicando el 
modo justo de entender la verdad? Para responder, es necesario reflexionar sobre el tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una 
expresión de san Pablo, cuando afirma: «Con el 
corazón se cree» (Rm 10,10). En la Biblia el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan 
todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la 
interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la 33
afectividad. Pues bien, si el corazón es capaz de 
mantener unidas estas dimensiones es porque en 
él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y 
dejamos que nos toquen y nos transformen en 
lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor. 
Esta interacción de la fe con el amor nos permite 
comprender el tipo de conocimiento propio de 
la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de 
iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar 
vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae 
una luz. La comprensión de la fe es la que nace 
cuando recibimos el gran amor de Dios que nos 
transforma interiormente y nos da ojos nuevos 
para ver la realidad.
27. Es conocida la manera en que el filósofo 
Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre 
fe y certeza. Según él, creer sería algo parecido 
a una experiencia de enamoramiento, entendida 
como algo subjetivo, que no se puede proponer 
como verdad válida para todos.19 En efecto, el 
hombre moderno cree que la cuestión del amor 
tiene poco que ver con la verdad. El amor se 
concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no 
a la verdad.
Pero esta descripción del amor ¿es verdaderamente adecuada? En realidad, el amor no se 
puede reducir a un sentimiento que va y viene. 
19 Cf. Vermischte Bemerkungen / Culture and Value, G. H. 
von Wright, ed., Oxford 1991, 32-33, 61-64.34
Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar 
un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra 
persona, para construir una relación duradera; 
el amor tiende a la unión con la persona amada. 
Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene 
necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el 
tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino 
en común. Si el amor no tiene que ver con la 
verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos 
y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de 
la persona y se convierte en una luz nueva hacia 
una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no 
puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al «yo» más allá de su aislamiento, ni librarlo 
de la fugacidad del instante para edificar la vida 
y dar fruto.
Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no 
se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve 
fría, impersonal, opresiva para la vida concreta 
de la persona. La verdad que buscamos, la que 
da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que 
el amor es experiencia de verdad, que él mismo 
abre nuestros ojos para ver toda la realidad de 
modo nuevo, en unión con la persona amada. 
En este sentido, san Gregorio Magno ha escrito 35
que «amor ipse notitia est», el amor mismo es un 
conocimiento, lleva consigo una lógica nueva.20
Se trata de un modo relacional de ver el mundo, 
que se convierte en conocimiento compartido, 
visión en la visión de otro o visión común de 
todas las cosas. Guillermo de Saint Thierry, en la 
Edad Media, sigue esta tradición cuando comenta el versículo del Cantar de los Cantares en el 
que el amado dice a la amada: «Palomas son tus 
ojos» (Ct 1,15).21 Estos dos ojos, explica Guillermo, son la razón creyente y el amor, que se hacen 
uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando 
el entendimiento se hace «entendimiento de un 
amor iluminado».22
28. Una expresión eminente de este descubrimiento del amor como fuente de conocimiento, 
que forma parte de la experiencia originaria de 
todo hombre, se encuentra en la concepción bí-
blica de la fe. Saboreando el amor con el que Dios 
lo ha elegido y lo ha engendrado como pueblo, 
Israel llega a comprender la unidad del designio 
divino, desde su origen hasta su cumplimiento. 
El conocimiento de la fe, por nacer del amor de 
Dios que establece la alianza, ilumina un camino 
en la historia. Por eso, en la Biblia, verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios 
fiel, aquel que mantiene sus promesas y permite 
20 Homiliae in Evangelia, II, 27, 4: PL 76, 1207.
21 Cf. Expositio super Cantica Canticorum, XVIII, 88: CCL, 
Continuatio Mediaevalis 87, 67.
22 Ibíd., XIX, 90: CCL, Continuatio Mediaevalis 87, 69.36
comprender su designio a lo largo del tiempo. 
Mediante la experiencia de los profetas, en el sufrimiento del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel ha intuido 
que esta verdad de Dios se extendía más allá de 
la propia historia, para abarcar toda la historia del 
mundo, ya desde la creación. El conocimiento 
de la fe ilumina no sólo el camino particular de 
un pueblo, sino el decurso completo del mundo 
creado, desde su origen hasta su consumación. 
La fe como escucha y visión
29. Precisamente porque el conocimiento de la 
fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que 
establece una relación de amor con el hombre 
y le dirige la Palabra, es presentado por la Biblia 
como escucha, y es asociado al sentido del oído. 
San Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho 
clásica: fides ex auditu, «la fe nace del mensaje que 
se escucha» (Rm 10,17). El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la 
voz, la acoge en libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la «obediencia de 
la fe» (cf. Rm 1,5; 16,26).23 La fe es, además, un 
23 «Cuando Dios revela, hay que prestarle la obediencia de 
la fe (cf. Rm 16,26; comp. con Rm 1,5; 2 Co 10,5-6), por la que el 
hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios 
revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y 
asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él. Para 
profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y 
ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve 
el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da 
“a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”. Y para que 37
conocimiento vinculado al trascurrir del tiempo, 
necesario para que la palabra se pronuncie: es un 
conocimiento que se aprende sólo en un camino 
de seguimiento. La escucha ayuda a representar 
bien el nexo entre conocimiento y amor. 
Por lo que se refiere al conocimiento de la 
verdad, la escucha se ha contrapuesto a veces a la 
visión, que sería más propia de la cultura griega. 
La luz, si por una parte posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el hombre siempre 
ha aspirado, por otra parece quitar espacio a la 
libertad, porque desciende del cielo y llega directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo 
responda. Además, sería como una invitación a 
una contemplación extática, separada del tiempo 
concreto en que el hombre goza y padece. Según 
esta perspectiva, el acercamiento bíblico al conocimiento estaría opuesto al griego, que buscando 
una comprensión completa de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la visión.
Sin embargo, esta supuesta oposición no se 
corresponde con el dato bíblico. El Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra de Dios 
se une el deseo de ver su rostro. De este modo, se 
pudo entrar en diálogo con la cultura helenística, 
diálogo que pertenece al corazón de la Escritura. El 
oído posibilita la llamada personal y la obediencia, y 
la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus 
dones» (ConC. eCum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre 
la divina revelación, 5).38
también, que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de todo el recorrido y 
nos permite situarnos en el gran proyecto de Dios; 
sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos 
aislados de un todo desconocido.
30. La conexión entre el ver y el escuchar, como 
órganos de conocimiento de la fe, aparece con 
toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el 
cuarto Evangelio, creer es escuchar y, al mismo 
tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas 
características que el conocimiento propio del 
amor: es una escucha personal, que distingue la 
voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5); 
una escucha que requiere seguimiento, como en 
el caso de los primeros discípulos, que «oyeron 
sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,37). Por 
otra parte, la fe está unida también a la visión. 
A veces, la visión de los signos de Jesús precede 
a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, 
tras la resurrección de Lázaro, «al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Otras 
veces, la fe lleva a una visión más profunda: «Si 
crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11,40). Al final, 
creer y ver están entrelazados: «El que cree en mí 
[…] cree en el que me ha enviado. Y el que me 
ve a mí, ve al que me ha enviado» (Jn 12,44-45). 
Gracias a la unión con la escucha, el ver también 
forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se 
presenta como un camino de la mirada, en el que 
los ojos se acostumbran a ver en profundidad. 
Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que,todavía en la oscuridad, ante el sepulcro vacío, 
«vio y creyó» (Jn 20,8), a María Magdalena que 
ve, ahora sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple en su camino 
hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión 
de la misma Magdalena ante los discípulos: «He 
visto al Señor» (Jn 20,18).
¿Cómo se llega a esta síntesis entre el oír y 
el ver? Lo hace posible la persona concreta de 
Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos contemplado (cf. Jn
1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en el que 
se ve al Padre. En efecto, en el cuarto Evangelio, 
la verdad que percibe la fe es la manifestación del 
Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas, verdad que se puede definir como la «vida 
luminosa» de Jesús.24 Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad puramente interior. La verdad que la fe nos desvela 
está centrada en el encuentro con Cristo, en la 
contemplación de su vida, en la percepción de su 
presencia. En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los Apóstoles —la 
fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado.25 Vieron a Jesús resucitado con sus propios 
ojos y creyeron, es decir, pudieron penetrar en la 
profundidad de aquello que veían para confesar 
al Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre.
24 Cf. H. SChLIer, Meditationen über den Johanneischen Begriff 
der Wahrheit, en Besinnung auf das Neue Testament. Exegetische Aufsätze und Vorträge 2, Freiburg, Basel, Wien 1959, 272.
25 Cf. S. Th. III, q. 55, a. 2, ad 1.40
31. Solamente así, mediante la encarnación, 
compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. 
En efecto, la luz del amor se enciende cuando 
somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por 
qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe 
es también un tocar, como afirma en su primera Carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos 
visto con nuestros propios ojos […] y palparon 
nuestras manos acerca del Verbo de la vida» (1 
Jn 1,1). Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de 
los sacramentos, también hoy nos toca; de este 
modo, transformando nuestro corazón, nos ha 
permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo 
y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su 
gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la 
hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc
8,45-46), afirma: «Tocar con el corazón, esto es 
creer».26 También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de 
la fe, que reconoce su misterio, el misterio del 
Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos 
configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo.
26 Sermo 229/L, 2: PLS 2, 576: «Tangere autem corde, hoc est 
credere».41
Diálogo entre fe y razón
32. La fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la fuerza de 
este amor, llega al centro más profundo de la 
experiencia del hombre, que viene a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la luz. Con el deseo de iluminar toda 
la realidad a partir del amor de Dios manifestado en Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros cristianos encontraron 
en el mundo griego, en su afán de verdad, un 
referente adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje evangélico con el pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento 
decisivo para que el Evangelio llegase a todos 
los pueblos, y favoreció una fecunda interacción 
entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos hasta nuestros días. El 
beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica Fides 
et ratio, ha mostrado cómo la fe y la razón se 
refuerzan mutuamente.27 Cuando encontramos 
la luz plena del amor de Jesús, nos damos cuenta de que en cualquier amor nuestro hay ya un 
tenue reflejo de aquella luz y percibimos cuál es 
su meta última. Y, al mismo tiempo, el hecho de 
que en nuestros amores haya una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la donación 
plena y total del Hijo de Dios por nosotros. En 
este movimiento circular, la luz de la fe ilumina 
27 Cf. Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998): ASS
(1999), 61-62.42
todas nuestras relaciones humanas, que pueden 
ser vividas en unión con el amor y la ternura de 
Cristo.
33. En la vida de san Agustín encontramos 
un ejemplo significativo de este camino en el 
que la búsqueda de la razón, con su deseo de 
verdad y claridad, se ha integrado en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva 
inteligencia. Por una parte, san Agustín acepta 
la filosofía griega de la luz con su insistencia en 
la visión. Su encuentro con el neoplatonismo 
le había permitido conocer el paradigma de la 
luz, que desciende de lo alto para iluminar las 
cosas, y constituye así un símbolo de Dios. De 
este modo, san Agustín comprendió la trascendencia divina, y descubrió que todas las cosas 
tienen en sí una trasparencia que pueden reflejar 
la bondad de Dios, el Bien. Así se desprendió 
del maniqueísmo en que estaba instalado y que 
le llevaba a pensar que el mal y el bien luchan 
continuamente entre sí, confundiéndose y mezclándose sin contornos claros.

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