LA ENCICLICA DEL PAPA FRANCISCO:! LUMEN FIDEI.! PARTE N. 1 CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA FE------------------- 1. La Luz de La fe: la tradición de la Iglesia ha
indicado con esta expresión el gran don traído
por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan
se presenta con estas palabras: «Yo he venido
al mundo como luz, y así, el que cree en mí no
quedará en tinieblas» (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: «Pues el
Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones» (2 Co
4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se
había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus,
invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada
día, resultaba claro que no podía irradiar su luz
sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol
no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden
llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde
los ojos humanos se cierran a su luz. «No se ve
que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en
el sol»,1
decía san Justino mártir. Conscientes del
vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos
llamaron a Cristo el verdadero sol, «cuyos rayos
dan la vida».2
A Marta, que llora la muerte de su
hermano Lázaro, le dice Jesús: «¿No te he dicho
que si crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40).
Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros
desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que
no conoce ocaso.
¿Una luz ilusoria?
2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz,
podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades
antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos
nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva
forma. En este sentido, la fe se veía como una
luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su
hermana Elisabeth a arriesgarse, a «emprender
nuevos caminos… con la inseguridad de quien
procede autónomamente». Y añadía: «Aquí se
dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga».3
Con lo
que creer sería lo contrario de buscar. A partir de
aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber
rebajado la existencia humana, quitando novedad
y aventura a la vida. La fe sería entonces como un
espejismo que nos impide avanzar como hombres libre 3. De esta manera, la fe ha acabado por ser
asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla
conservar, encontrando para ella un ámbito que
le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la
razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya
no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así
como un salto que damos en el vacío, por falta de
luz, movidos por un sentimiento ciego; o como
una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se
puede proponer a los demás como luz objetiva
y común para alumbrar el camino. Poco a poco,
sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al
hombre con el miedo a lo desconocido. De este
modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda
de una luz grande, de una verdad grande, y se ha
contentado con pequeñas luces que alumbran el
instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el
camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la
senda que lleva a la meta de aquella otra que nos
hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por descubrir
4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter
luminoso propio de la fe, pues cuando su llama
se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz
de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no
puede provenir de nosotros mismos; ha de venir
de una fuente más primordial, tiene que venir,
en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro
con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su
amor, un amor que nos precede y en el que nos
podemos apoyar para estar seguros y construir
la vida. Transformados por este amor, recibimos
ojos nuevos, experimentamos que en él hay una
gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada
al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don
sobrenatural, se presenta como luz en el sendero,
que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una
parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús,
donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo
tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más
allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más
amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto,
de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es
luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san
Pedro, la describe como una «chispa, / que se
convierte en una llama cada vez más ardiente / y
centellea en mí, cual estrella en el cielo».4
Deseo
hablar precisamente de esta luz de la fe para que
crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse
en estrella que muestre el horizonte de nuestro
camino en un tiempo en el que el hombre tiene
especialmente necesidad de luz.
5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro:
«He pedido por ti, para que tu fe no se apague»
(Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus
hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea
confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI decidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría
de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de
horizontes que la fe nos desvela, para confesarla
en su unidad e integridad, fieles a la memoria del
Señor, sostenidos por su presencia y por la acción
del Espíritu Santo. La convicción de una fe que
hace grande y plena la vida, centrada en Cristo
y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de
los primeros cristianos. En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano
Rústico y el cristiano Hierax: «¿Dónde están tus
padres?», pregunta el juez al mártir. Y éste responde: «Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra
madre, la fe en él» Para aquellos cristianos, la fe,
en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado
en Cristo, era una «madre», porque los daba a luz,
engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por
la que estaban dispuestos a dar testimonio público
hasta el final.
6. El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II.
Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe,6
en cuanto
que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado
de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe
que este don de Dios tiene que ser alimentado
y robustecido para que siga guiando su camino.
El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille
dentro de la experiencia humana, recorriendo así
los caminos del hombre contemporáneo. De este
modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones.
7. Estas consideraciones sobre la fe, en línea
con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha
declarado sobre esta virtud teologal,7
pretenden
sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la
«Si el Concilio no trata expresamente de la fe, habla de
ella en cada una de sus páginas, reconoce su carácter vital y
sobrenatural, la supone íntegra y fuerte, y construye sobre ella
sus doctrinas. Bastaría recordar las afirmaciones conciliares […]
para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio,
coherente con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe,
a la verdadera fe, la que tiene como fuente a Cristo y por canal
al magisterio de la Iglesia» (Pablo VI, Audiencia general [8 marzo
1967]: Insegnamenti V [1967], 705).
7
Cf. ConC. eCum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre
la Fe católica, cap. III: DS 3008-3020; ConC. eCum. Vat. II,
Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5; Catecismo esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica
sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la
fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo,
añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a
«confirmar a sus hermanos» en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre
el camino de todo hombre.
En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural
infusa por él, reconocemos que se nos ha dado
un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra
buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es
Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo
nos transforma, ilumina nuestro camino hacia
el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en
admirable urdimbre, constituyen el dinamismo
de la existencia cristiana hacia la comunión plena
con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre?
¿De dónde procede su luz poderosa que permite
iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto? CAPÍTULO PRIMERO
HEMOS CREÍDO EN EL AMOR
(cf. 1 Jn 4,16)
Abrahán, nuestro padre en la fe
8. La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar
su recorrido, el camino de los hombres creyentes,
cuyo testimonio encontramos en primer lugar en
el Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro
padre en la fe, ocupa un lugar destacado. En su
vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige
la Palabra, se revela como un Dios que habla y
lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la
escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz.
De este modo la fe adquiere un carácter personal.
Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un
lugar, ni tampoco aparece vinculado a un tiempo
sagrado determinado, sino como el Dios de una
persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz
de entrar en contacto con el hombre y establecer
una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que
nos llama por nuestro nombre. 9. Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es
una llamada y una promesa. En primer lugar es
una llamada a salir de su tierra, una invitación a
abrirse a una vida nueva, comienzo de un éxodo
que lo lleva hacia un futuro inesperado. La visión
que la fe da a Abrahán estará siempre vinculada
a este paso adelante que tiene que dar: la fe «ve»
en la medida en que camina, en que se adentra
en el espacio abierto por la Palabra de Dios. Esta
Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran
pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17). Es verdad que,
en cuanto respuesta a una Palabra que la precede,
la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en
el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los
pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe,
en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está
estrechamente ligada con la esperanza.
10. Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de
esta Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se convierte en lo más
seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo
que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta Palabra
como roca firme, para construir sobre ella con
sólido fundamento. Por eso, la Biblia, para hablar
de la fe, usa la palabra hebrea ’emûnah, derivada
del verbo ’amán, cuya raíz significa «sostener». El 13
término ’emûnah puede significar tanto la fidelidad de Dios como la fe del hombre. El hombre
fiel recibe su fuerza confiándose en las manos de
Dios. Jugando con las dos acepciones de la palabra —presentes también en los correspondientes
términos griego (pistós) y latino (fidelis)—, san Cirilo de Jerusalén ensalza la dignidad del cristiano,
que recibe el mismo calificativo que Dios: ambos
son llamados «fieles».8
San Agustín lo explica así:
«El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete;
Dios es fiel dando lo que promete al hombre».9
11. Un último aspecto de la historia de Abrahán
es importante para comprender su fe. La Palabra
de Dios, aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a la propia experiencia
del patriarca. Abrahán reconoce en esa voz que
se le dirige una llamada profunda, inscrita desde
siempre en su corazón. Dios asocia su promesa a
aquel «lugar» en el que la existencia del hombre
se manifiesta desde siempre prometedora: la paternidad, la generación de una nueva vida: «Sara
te va a dar un hijo; lo llamarás Isaac» (Gn 17,19).
El Dios que pide a Abrahán que se fíe totalmente
de él, se revela como la fuente de la que proviene
toda vida. De esta forma, la fe se pone en relación con la paternidad de Dios, de la que procede
la creación: el Dios que llama a Abrahán es el
Dios creador, que «llama a la existencia lo que
no existe» (Rm 4,17), que «nos eligió antes de la fundación del mundo… y nos ha destinado a ser
sus hijos» (Ef 1,4-5). Para Abrahán, la fe en Dios
ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en
el origen de todas las cosas, y confirmar que su
vida no procede de la nada o la casualidad, sino
de una llamada y un amor personal. El Dios misterioso que lo ha llamado no es un Dios extraño,
sino aquel que es origen de todo y que todo lo
sostiene. La gran prueba de la fe de Abrahán, el
sacrificio de su hijo Isaac, nos permite ver hasta
qué punto este amor originario es capaz de garantizar la vida incluso después de la muerte. La
Palabra que ha sido capaz de suscitar un hijo con
su cuerpo «medio muerto» y «en el seno estéril»
de Sara (cf. Rm 4,19), será también capaz de garantizar la promesa de un futuro más allá de toda
amenaza o peligro (cf. Hb 11,19; Rm 4,21).
La fe de Israel
12. En el libro del Éxodo, la historia del pueblo
de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La
fe nace de nuevo de un don originario: Israel se
abre a la intervención de Dios, que quiere librarlo
de su miseria. La fe es la llamada a un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar
la tierra prometida. El amor divino se describe
con los rasgos de un padre que lleva de la mano a
su hijo por el camino (cf. Dt 1,31). La confesión
de fe de Israel se formula como narración de los que el pueblo transmite de generación en generación. Para Israel, la luz de Dios brilla a través de
la memoria de las obras realizadas por el Señor,
conmemoradas y confesadas en el culto, transmitidas de padres a hijos. Aprendemos así que
la luz de la fe está vinculada al relato concreto
de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus
promesas. La arquitectura gótica lo ha expresado
muy bien: en las grandes catedrales, la luz llega
del cielo a través de las vidrieras en las que está
representada la historia sagrada. La luz de Dios
nos llega a través de la narración de su revelación
y, de este modo, puede iluminar nuestro camino
en el tiempo, recordando los beneficios divinos,
mostrando cómo se cumplen sus promesas.
13. Por otro lado, la historia de Israel también
nos permite ver cómo el pueblo ha caído tantas
veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo
contrario de la fe se manifiesta como idolatría.
Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el
pueblo no soporta el misterio del rostro oculto
de Dios, no aguanta el tiempo de espera. La fe,
por su propia naturaleza, requiere renunciar a la
posesión inmediata que parece ofrecer la visión,
es una invitación a abrirse a la fuente de la luz,
respetando el misterio propio de un Rostro, que
quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición
de idolatría del rabino de Kock: se da idolatría
cuando «un rostro se dirige reverentemente a un
beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al pueblo (cf. Dt 26,5-11), narración rostro que no es un rostro».10 En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo
rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido,
porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo,
no hay riesgo de una llamada que haga salir de
las propias seguridades, porque los ídolos «tienen boca y no hablan» (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse
a sí mismo en el centro de la realidad, adorando
la obra de las propias manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia,
el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus
deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de
su historia. Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La
idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y
forman más bien un laberinto. Quien no quiere
fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mí».
La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo
opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos
para volver al Dios vivo, mediante un encuentro
personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que
sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta
poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la paradoja: en el
continuo volverse al Señor, el hombre encuentra
un camino seguro, que lo libera de la dispersión a
que le someten los ídolos.
14. En la fe de Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no puede
ver el rostro de Dios; es Moisés quien habla con
yhwh en la montaña y transmite a todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador,
Israel ha aprendido a caminar unido. El acto de
fe individual se inserta en una comunidad, en el
«nosotros» común del pueblo que, en la fe, es
como un solo hombre, «mi hijo primogénito»,
como llama Dios a Israel (Ex 4,22). La mediación
no representa aquí un obstáculo, sino una apertura: en el encuentro con los demás, la mirada se
extiende a una verdad más grande que nosotros
mismos. J. J. Rousseau lamentaba no poder ver
a Dios personalmente: «¡Cuántos hombres entre Dios y yo!».11 «¿Es tan simple y natural que
Dios se haya dirigido a Moisés para hablar a
Jean Jacques Rousseau?».12 Desde una concepción individualista y limitada del conocimiento,
no se puede entender el sentido de la mediación,
esa capacidad de participar en la visión del otro,
ese saber compartido, que es el saber propio del
amor. La fe es un don gratuito de Dios que exige
la humildad y el valor de fiarse y confiarse, para
11 Émile, Paris 1966, 387.
12 Lettre à Christophe de Beaumont, Lausanne 1993, 110 poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación.
La plenitud de la fe cristiana
15. «Abrahán […] saltaba de gozo pensando
ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría» (Jn 8,56).
Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán
estaba orientada ya a él; en cierto sentido, era una
visión anticipada de su misterio. Así lo entiende
san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en el Cristo ya venido,
sino la fe en el Cristo que había de venir, una
fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de
Jesús.13 La fe cristiana está centrada en Cristo, es
confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas
las líneas del Antiguo Testamento convergen en
Cristo; él es el «sí» definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro «amén» último a
Dios (cf. 2 Co 1,20). La historia de Jesús es la
manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si
Israel recordaba las grandes muestras de amor de
Dios, que constituían el centro de su confesión y
abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se
presenta como la intervención definitiva de Dios,
la manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no
es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf.
Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios
13 Cf. In Ioh. Evang., 45, 9: PL 35, 1722-1723.19
nos pueda dar para asegurarnos su amor, como
recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder
eficaz, en su capacidad de transformar el mundo
e iluminar el tiempo. «Hemos conocido el amor
que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn
4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se
asienta la realidad y su destino último.
16. La mayor prueba de la fiabilidad del amor
de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn 15,13), Jesús
ha ofrecido la suya por todos, también por los
que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado en
la hora de la cruz el momento culminante de la
mirada de fe, porque en esa hora resplandece el
amor divino en toda su altura y amplitud. San
Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús, contempla al que
habían atravesado (cf. Jn 19,37): «El que lo vio da
testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe
que dice la verdad, para que también vosotros
creáis» (Jn 19,35). F. M. Dostoievski, en su obra
El idiota, hace decir al protagonista, el príncipe
Myskin, a la vista del cuadro de Cristo muerto
en el sepulcro, obra de Hans Holbein el Joven:
«Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe 20
a alguno».14 En efecto, el cuadro representa con
crudeza los efectos devastadores de la muerte en
el cuerpo de Cristo. Y, sin embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la
fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente,
cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la
muerte para salvarnos. En este amor, que no se
ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto
me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.
17. Ahora bien, la muerte de Cristo manifiesta
la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de
la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es
testigo fiable, digno de fe (cf. Ap 1,5; Hb 2,17),
apoyo sólido para nuestra fe. «Si Cristo no ha
resucitado, vuestra fe no tiene sentido», dice san
Pablo (1 Co 15,17). Si el amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si
no hubiese podido devolver la vida a su cuerpo,
no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte. Cuando
san Pablo habla de su nueva vida en Cristo, se
refiere a la «fe del Hijo de Dios, que me amó y
se entregó por mí» (Ga 2,20). Esta «fe del Hijo
de Dios» es ciertamente la fe del Apóstol de los
gentiles en Jesús, pero supone la fiabilidad de Jesús, que se funda, sí, en su amor hasta la muerte, pero también en ser Hijo de Dios. Precisamente
porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de
modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la
muerte y hacer resplandecer plenamente la vida.
Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta
presencia concreta de Dios, de su acción en el
mundo. Pensamos que Dios sólo se encuentra
más allá, en otro nivel de realidad, separado de
nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese,
si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo,
su amor no sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera
verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad
que promete. En tal caso, creer o no creer en él
sería totalmente indiferente. Los cristianos, en
cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de
Dios, que obra verdaderamente en la historia y
determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
18. La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene
otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo
aquel en quien creemos, la manifestación máxima
del amor de Dios, sino también aquel con quien
nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a
Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo
de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos
en otras personas que conocen las cosas mejor
que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto
que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado
que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto
en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta
como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18).
La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre
un espacio nuevo a la experiencia humana, en el
que podemos entrar. La importancia de la relación
personal con Jesús mediante la fe queda reflejada
en los diversos usos que hace san Juan del verbo
credere. Junto a «creer que» es verdad lo que Jesús
nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las locuciones «creer a» Jesús y «creer en»
Jesús. «Creemos a» Jesús cuando aceptamos su
Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn
6,30). «Creemos en» Jesús cuando lo acogemos
personalmente en nuestra vida y nos confiamos a
él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo
a lo largo del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).
Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo
y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra
carne, y así su visión del Padre se ha realizado
también al modo humano, mediante un camino
y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en
la encarnación del Verbo y en su resurrección en
la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan
cercano, que ha entrado en nuestra historia. La
fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de
Nazaret no nos separa de la realidad, sino que
nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo 23
lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva
al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor
intensidad todavía el camino sobre la tierra.
La salvación mediante la fe
19. A partir de esta participación en el modo de
ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus
escritos una descripción de la existencia creyente. El
que cree, aceptando el don de la fe, es transformado
en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un ser
filial que se hace hijo en el Hijo. «Abbá, Padre», es la
palabra más característica de la experiencia de Jesús,
que se convierte en el núcleo de la experiencia cristiana (cf. Rm 8,15). La vida en la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el don originario y
radical, que está a la base de la existencia del hombre,
y puede resumirse en la frase de san Pablo a los Corintios: «¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1 Co
4,7). Precisamente en este punto se sitúa el corazón
de la polémica de san Pablo con los fariseos, la discusión sobre la salvación mediante la fe o mediante las
obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la actitud
de quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios
mediante sus propias obras. Éste, aunque obedezca
a los mandamientos, aunque haga obras buenas, se
pone a sí mismo en el centro, y no reconoce que el
origen de la bondad es Dios. Quien obra así, quien
quiere ser fuente de su propia justicia, ve cómo pronto se le agota y se da cuenta de que ni siquiera puede
mantenerse fiel a la ley. Se cierra, aislándose del Señor
y de los otros, y por eso mismo su vida se vuelve
vana, sus obras estériles, como árbol lejos del agua. 24
San Agustín lo expresa así con su lenguaje conciso y
eficaz: «Ab eo qui fecit te noli deficere nec ad te», de aquel
que te ha hecho, no te alejes ni siquiera para ir a ti.15
Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios,
se encontrará a sí mismo, su existencia fracasa (cf. Lc
15,11-24). La salvación comienza con la apertura a
algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia. Sólo abriéndonos a
este origen y reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y
haga fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste en reconocer el primado
del don de Dios, como bien resume san Pablo: «En
efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y
esto no viene de vosotros: es don de Dios» (Ef 2,8s).
20. La nueva lógica de la fe está centrada en
Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la
vida se abre radicalmente a un Amor que nos
precede y nos transforma desde dentro, que obra
en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en la exégesis que el Apóstol de los gentiles
hace de un texto del Deuteronomio, interpretación que se inserta en la dinámica más profunda
del Antiguo Testamento. Moisés dice al pueblo
que el mandamiento de Dios no es demasiado
alto ni está demasiado alejado del hombre. No se
debe decir: «¿Quién de nosotros subirá al cielo y
nos lo traerá?» o «¿Quién de nosotros cruzará el
mar y nos lo traerá?» (cf. Dt 30,11-14). Pablo in-
15 De continentia, 4,11: PL 40, 356.25
terpreta esta cercanía de la palabra de Dios como
referida a la presencia de Cristo en el cristiano:
«No digas en tu corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a Cristo. O “¿quién
bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a
Cristo de entre los muertos» (Rm 10,6-7). Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre
los muertos; con su encarnación y resurrección,
el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del
hombre y habita en nuestros corazones mediante
el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos
ha dado como un gran don que nos transforma
interiormente, que habita en nosotros, y así nos
da la luz que ilumina el origen y el final de la vida,
el arco completo del camino humano.
21. Así podemos entender la novedad que
aporta la fe. El creyente es transformado por el
Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este
Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más
allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive
en mí» (Ga 2,20), y exhortar: «Que Cristo habite
por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). En la
fe, el «yo» del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida
se hace más grande en el Amor. En esto consiste
la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano
puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos,
su condición filial, porque se le hace partícipe de
su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús.
Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús
como Señor (cf. 1 Co 12,3).
La forma eclesial de la fe
22. De este modo, la existencia creyente se
convierte en existencia eclesial. Cuando san Pablo habla a los cristianos de Roma de que todos
los creyentes forman un solo cuerpo en Cristo,
les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen «según la medida de la fe que Dios otorgó a
cada cual» (Rm 12,3). El creyente aprende a verse
a sí mismo a partir de la fe que profesa: la figura
de Cristo es el espejo en el que descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo abraza en sí
a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el
cristiano se comprende a sí mismo dentro de este
cuerpo, en relación originaria con Cristo y con
los hermanos en la fe. La imagen del cuerpo no
pretende reducir al creyente a una simple parte
de un todo anónimo, a mera pieza de un gran engranaje, sino que subraya más bien la unión vital
de Cristo con los creyentes y de todos los creyentes entre sí (cf. Rm 12,4-5). Los cristianos son
«uno» (cf. Ga 3,28), sin perder su individualidad,
y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser. Se entiende entonces
por qué fuera de este cuerpo, de esta unidad de
la Iglesia en Cristo, de esta Iglesia que —según la
expresión de Romano Guardini— «es la porta-27
dora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo»,16 la fe pierde su «medida», ya no
encuentra su equilibrio, el espacio necesario para
sostenerse. La fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo
de Cristo, como comunión real de los creyentes.
Desde este ámbito eclesial, abre al cristiano individual a todos los hombres. La palabra de Cristo,
una vez escuchada y por su propio dinamismo,
en el cristiano se transforma en respuesta, y se
convierte en palabra pronunciada, en confesión
de fe. Como dice san Pablo: «Con el corazón se
cree […], y con los labios se profesa» (Rm 10,10).
La fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace
de la escucha y está destinada a pronunciarse
y a convertirse en anuncio. En efecto, «¿cómo
creerán en aquel de quien no han oído hablar?
¿Cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie?»
(Rm 10,14). La fe se hace entonces operante en el
cristiano a partir del don recibido, del Amor que
atrae hacia Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe
del camino de la Iglesia, peregrina en la historia
hasta su cumplimiento. Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva forma de
ver, la fe se convierte en luz para sus ojos. CAPÍTULO SEGUNDO
SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS
(cf. Is 7,9)
Fe y verdad
23. Si no creéis, no comprenderéis (cf. Is 7,9).
La versión griega de la Biblia hebrea, la traducción de los Setenta realizada en Alejandría de
Egipto, traduce así las palabras del profeta Isaías
al rey Acaz. De este modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de
la fe. Pero en el texto hebreo leemos de modo diferente. Aquí, el profeta dice al rey: «Si no creéis,
no subsistiréis». Se trata de un juego de palabras
con dos formas del verbo ’amán: «creéis» (ta’aminu), y «subsistiréis» (te’amenu). Amedrentado por
la fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una alianza con el gran imperio de Asiria.
El profeta le invita entonces a fiarse únicamente
de la verdadera roca que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable tener
fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su
Palabra. Es este el Dios al que Isaías llamará más
adelante dos veces «el Dios del Amén» (Is 65,16),
fundamento indestructible de fidelidad a la alianza. Se podría pensar que la versión griega de la
Biblia, al traducir «subsistir» por «comprender»,
ha hecho un cambio profundo del sentido del
texto, pasando de la noción bíblica de confianza
en Dios a la griega de comprensión. Sin embar-30
go, esta traducción, que aceptaba ciertamente el
diálogo con la cultura helenista, no es ajena a la
dinámica profunda del texto hebreo. En efecto,
la subsistencia que Isaías promete al rey pasa por
la comprensión de la acción de Dios y de la unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El profeta invita a comprender
las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad
de Dios el plan de sabiduría que gobierna los siglos. San Agustín ha hecho una síntesis de «comprender» y «subsistir» en sus Confesiones, cuando
habla de fiarse de la verdad para mantenerse en
pie: «Me estabilizaré y consolidaré en ti […], en
tu verdad».17 Por el contexto sabemos que san
Agustín quiere mostrar cómo esta verdad fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia, es su
presencia fiel a lo largo de la historia, su capacidad de mantener unidos los tiempos, recogiendo
la dispersión de los días del hombre.18
24. Leído a esta luz, el texto de Isaías lleva a
una conclusión: el hombre tiene necesidad de
conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque
sin ella no puede subsistir, no va adelante. La fe,
sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros
pasos. Se queda en una bella fábula, proyección
de nuestros deseos de felicidad, algo que nos satisface únicamente en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O bien se reduce a un
17 Confessiones XI, 30, 40: PL 32, 825: «et stabo atque solidabor in te, in forma mea, veritate tua…».
18 Cf. ibíd., 825-826.31
sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios en nuestro
estado de ánimo o de la situación de los tiempos,
e incapaz de dar continuidad al camino de la vida.
Si la fe fuese eso, el rey Acaz tendría razón en no
jugarse su vida y la integridad de su reino por una
emoción. En cambio, gracias a su unión intrínseca con la verdad, la fe es capaz de ofrecer una
luz nueva, superior a los cálculos del rey, porque
ve más allá, porque comprende la actuación de
Dios, que es fiel a su alianza y a sus promesas.
25. Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por
la crisis de verdad en que nos encontramos. En
la cultura contemporánea se tiende a menudo a
aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica:
es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque
funciona y así hace más cómoda y fácil la vida.
Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la
única que se puede compartir con otros, la única
sobre la que es posible debatir y comprometerse
juntos. Por otra parte, estarían después las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí,
válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de
contribuir al bien común. La verdad grande, la
verdad que explica la vida personal y social en
su conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido
esa verdad —se preguntan— la que han preten-32
dido los grandes totalitarismos del siglo pasado,
una verdad que imponía su propia concepción
global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un relativismo en el que
la cuestión de la verdad completa, que es en el
fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta
perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la
conexión de la religión con la verdad, porque este
nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta
arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran
olvido en nuestro mundo contemporáneo. En
efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión
de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede
conseguir unirnos más allá de nuestro «yo» pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen
de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con
eso, también el sentido del camino común.
Amor y conocimiento de la verdad
26. En esta situación, ¿puede la fe cristiana
ofrecer un servicio al bien común indicando el
modo justo de entender la verdad? Para responder, es necesario reflexionar sobre el tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una
expresión de san Pablo, cuando afirma: «Con el
corazón se cree» (Rm 10,10). En la Biblia el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan
todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la
interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la 33
afectividad. Pues bien, si el corazón es capaz de
mantener unidas estas dimensiones es porque en
él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y
dejamos que nos toquen y nos transformen en
lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor.
Esta interacción de la fe con el amor nos permite
comprender el tipo de conocimiento propio de
la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de
iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar
vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae
una luz. La comprensión de la fe es la que nace
cuando recibimos el gran amor de Dios que nos
transforma interiormente y nos da ojos nuevos
para ver la realidad.
27. Es conocida la manera en que el filósofo
Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre
fe y certeza. Según él, creer sería algo parecido
a una experiencia de enamoramiento, entendida
como algo subjetivo, que no se puede proponer
como verdad válida para todos.19 En efecto, el
hombre moderno cree que la cuestión del amor
tiene poco que ver con la verdad. El amor se
concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no
a la verdad.
Pero esta descripción del amor ¿es verdaderamente adecuada? En realidad, el amor no se
puede reducir a un sentimiento que va y viene.
19 Cf. Vermischte Bemerkungen / Culture and Value, G. H.
von Wright, ed., Oxford 1991, 32-33, 61-64.34
Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar
un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra
persona, para construir una relación duradera;
el amor tiende a la unión con la persona amada.
Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene
necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el
tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino
en común. Si el amor no tiene que ver con la
verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos
y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de
la persona y se convierte en una luz nueva hacia
una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no
puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al «yo» más allá de su aislamiento, ni librarlo
de la fugacidad del instante para edificar la vida
y dar fruto.
Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no
se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve
fría, impersonal, opresiva para la vida concreta
de la persona. La verdad que buscamos, la que
da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que
el amor es experiencia de verdad, que él mismo
abre nuestros ojos para ver toda la realidad de
modo nuevo, en unión con la persona amada.
En este sentido, san Gregorio Magno ha escrito 35
que «amor ipse notitia est», el amor mismo es un
conocimiento, lleva consigo una lógica nueva.20
Se trata de un modo relacional de ver el mundo,
que se convierte en conocimiento compartido,
visión en la visión de otro o visión común de
todas las cosas. Guillermo de Saint Thierry, en la
Edad Media, sigue esta tradición cuando comenta el versículo del Cantar de los Cantares en el
que el amado dice a la amada: «Palomas son tus
ojos» (Ct 1,15).21 Estos dos ojos, explica Guillermo, son la razón creyente y el amor, que se hacen
uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando
el entendimiento se hace «entendimiento de un
amor iluminado».22
28. Una expresión eminente de este descubrimiento del amor como fuente de conocimiento,
que forma parte de la experiencia originaria de
todo hombre, se encuentra en la concepción bí-
blica de la fe. Saboreando el amor con el que Dios
lo ha elegido y lo ha engendrado como pueblo,
Israel llega a comprender la unidad del designio
divino, desde su origen hasta su cumplimiento.
El conocimiento de la fe, por nacer del amor de
Dios que establece la alianza, ilumina un camino
en la historia. Por eso, en la Biblia, verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios
fiel, aquel que mantiene sus promesas y permite
20 Homiliae in Evangelia, II, 27, 4: PL 76, 1207.
21 Cf. Expositio super Cantica Canticorum, XVIII, 88: CCL,
Continuatio Mediaevalis 87, 67.
22 Ibíd., XIX, 90: CCL, Continuatio Mediaevalis 87, 69.36
comprender su designio a lo largo del tiempo.
Mediante la experiencia de los profetas, en el sufrimiento del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel ha intuido
que esta verdad de Dios se extendía más allá de
la propia historia, para abarcar toda la historia del
mundo, ya desde la creación. El conocimiento
de la fe ilumina no sólo el camino particular de
un pueblo, sino el decurso completo del mundo
creado, desde su origen hasta su consumación.
La fe como escucha y visión
29. Precisamente porque el conocimiento de la
fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que
establece una relación de amor con el hombre
y le dirige la Palabra, es presentado por la Biblia
como escucha, y es asociado al sentido del oído.
San Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho
clásica: fides ex auditu, «la fe nace del mensaje que
se escucha» (Rm 10,17). El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la
voz, la acoge en libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la «obediencia de
la fe» (cf. Rm 1,5; 16,26).23 La fe es, además, un
23 «Cuando Dios revela, hay que prestarle la obediencia de
la fe (cf. Rm 16,26; comp. con Rm 1,5; 2 Co 10,5-6), por la que el
hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios
revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y
asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él. Para
profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y
ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve
el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da
“a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”. Y para que 37
conocimiento vinculado al trascurrir del tiempo,
necesario para que la palabra se pronuncie: es un
conocimiento que se aprende sólo en un camino
de seguimiento. La escucha ayuda a representar
bien el nexo entre conocimiento y amor.
Por lo que se refiere al conocimiento de la
verdad, la escucha se ha contrapuesto a veces a la
visión, que sería más propia de la cultura griega.
La luz, si por una parte posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el hombre siempre
ha aspirado, por otra parece quitar espacio a la
libertad, porque desciende del cielo y llega directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo
responda. Además, sería como una invitación a
una contemplación extática, separada del tiempo
concreto en que el hombre goza y padece. Según
esta perspectiva, el acercamiento bíblico al conocimiento estaría opuesto al griego, que buscando
una comprensión completa de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la visión.
Sin embargo, esta supuesta oposición no se
corresponde con el dato bíblico. El Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra de Dios
se une el deseo de ver su rostro. De este modo, se
pudo entrar en diálogo con la cultura helenística,
diálogo que pertenece al corazón de la Escritura. El
oído posibilita la llamada personal y la obediencia, y
la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus
dones» (ConC. eCum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre
la divina revelación, 5).38
también, que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de todo el recorrido y
nos permite situarnos en el gran proyecto de Dios;
sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos
aislados de un todo desconocido.
30. La conexión entre el ver y el escuchar, como
órganos de conocimiento de la fe, aparece con
toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el
cuarto Evangelio, creer es escuchar y, al mismo
tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas
características que el conocimiento propio del
amor: es una escucha personal, que distingue la
voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5);
una escucha que requiere seguimiento, como en
el caso de los primeros discípulos, que «oyeron
sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,37). Por
otra parte, la fe está unida también a la visión.
A veces, la visión de los signos de Jesús precede
a la fe, como en el caso de aquellos judíos que,
tras la resurrección de Lázaro, «al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Otras
veces, la fe lleva a una visión más profunda: «Si
crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11,40). Al final,
creer y ver están entrelazados: «El que cree en mí
[…] cree en el que me ha enviado. Y el que me
ve a mí, ve al que me ha enviado» (Jn 12,44-45).
Gracias a la unión con la escucha, el ver también
forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se
presenta como un camino de la mirada, en el que
los ojos se acostumbran a ver en profundidad.
Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que,todavía en la oscuridad, ante el sepulcro vacío,
«vio y creyó» (Jn 20,8), a María Magdalena que
ve, ahora sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple en su camino
hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión
de la misma Magdalena ante los discípulos: «He
visto al Señor» (Jn 20,18).
¿Cómo se llega a esta síntesis entre el oír y
el ver? Lo hace posible la persona concreta de
Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos contemplado (cf. Jn
1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en el que
se ve al Padre. En efecto, en el cuarto Evangelio,
la verdad que percibe la fe es la manifestación del
Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas, verdad que se puede definir como la «vida
luminosa» de Jesús.24 Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad puramente interior. La verdad que la fe nos desvela
está centrada en el encuentro con Cristo, en la
contemplación de su vida, en la percepción de su
presencia. En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los Apóstoles —la
fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado.25 Vieron a Jesús resucitado con sus propios
ojos y creyeron, es decir, pudieron penetrar en la
profundidad de aquello que veían para confesar
al Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre.
24 Cf. H. SChLIer, Meditationen über den Johanneischen Begriff
der Wahrheit, en Besinnung auf das Neue Testament. Exegetische Aufsätze und Vorträge 2, Freiburg, Basel, Wien 1959, 272.
25 Cf. S. Th. III, q. 55, a. 2, ad 1.40
31. Solamente así, mediante la encarnación,
compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud.
En efecto, la luz del amor se enciende cuando
somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por
qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe
es también un tocar, como afirma en su primera Carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros propios ojos […] y palparon
nuestras manos acerca del Verbo de la vida» (1
Jn 1,1). Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de
los sacramentos, también hoy nos toca; de este
modo, transformando nuestro corazón, nos ha
permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo
y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su
gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la
hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc
8,45-46), afirma: «Tocar con el corazón, esto es
creer».26 También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de
la fe, que reconoce su misterio, el misterio del
Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos
configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo.
26 Sermo 229/L, 2: PLS 2, 576: «Tangere autem corde, hoc est
credere».41
Diálogo entre fe y razón
32. La fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la fuerza de
este amor, llega al centro más profundo de la
experiencia del hombre, que viene a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la luz. Con el deseo de iluminar toda
la realidad a partir del amor de Dios manifestado en Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros cristianos encontraron
en el mundo griego, en su afán de verdad, un
referente adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje evangélico con el pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento
decisivo para que el Evangelio llegase a todos
los pueblos, y favoreció una fecunda interacción
entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos hasta nuestros días. El
beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica Fides
et ratio, ha mostrado cómo la fe y la razón se
refuerzan mutuamente.27 Cuando encontramos
la luz plena del amor de Jesús, nos damos cuenta de que en cualquier amor nuestro hay ya un
tenue reflejo de aquella luz y percibimos cuál es
su meta última. Y, al mismo tiempo, el hecho de
que en nuestros amores haya una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la donación
plena y total del Hijo de Dios por nosotros. En
este movimiento circular, la luz de la fe ilumina
27 Cf. Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998): ASS
(1999), 61-62.42
todas nuestras relaciones humanas, que pueden
ser vividas en unión con el amor y la ternura de
Cristo.
33. En la vida de san Agustín encontramos
un ejemplo significativo de este camino en el
que la búsqueda de la razón, con su deseo de
verdad y claridad, se ha integrado en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva
inteligencia. Por una parte, san Agustín acepta
la filosofía griega de la luz con su insistencia en
la visión. Su encuentro con el neoplatonismo
le había permitido conocer el paradigma de la
luz, que desciende de lo alto para iluminar las
cosas, y constituye así un símbolo de Dios. De
este modo, san Agustín comprendió la trascendencia divina, y descubrió que todas las cosas
tienen en sí una trasparencia que pueden reflejar
la bondad de Dios, el Bien. Así se desprendió
del maniqueísmo en que estaba instalado y que
le llevaba a pensar que el mal y el bien luchan
continuamente entre sí, confundiéndose y mezclándose sin contornos claros.
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