viernes, 28 de agosto de 2015

! Los malos pensamientos y nuestra lucha contra ella.!


 ¿Quién de nosotros no ha experimentado esa lucha sufrida e inacabable contra los «malos pensamientos»? ¿Quién de nosotros no ha sufrido la humillación y la vergüenza de verse dominado por sus pasiones y caer como los peores pecadores? ¿Quién no ha sentido como san Pablo ese «aguijón clavado» que molesta y hace perder la paz? (cf. 2 Cor 12, 7). ¿Quién no ha dicho como él: «Soy reo de mi cuerpo, estoy vendido al pecado, que ni siquiera hago el bien que quiero sino el mal que detesto» (Rm 7, 14-15). Los grandes santos y maestros de espiritualidad nos han dejado como herencia una sabiduría inspirada que nos ilumina a la hora de afrontar las tentaciones. Con mucha humildad debemos aprender de los hombres de Dios, que decidieron librar estos combates contra este enemigo invisible e invencible, y adquirir la santa paciencia.

¿Y cuántas veces nos hemos hecho santos propósitos de pureza y castidad sin obtener los resultados que esperábamos? ¿Contra quién luchamos?
En general, todo pensamiento que nos aparta de Dios es un «mal pensamiento». Sin embargo, popularmente cuando alguien habla de tener «malos pensamientos» se entienden esas tendencias pecaminosas en la línea del sexto y noveno mandamiento: no fornicarás (tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, incluyendo el adulterio) y no desearás la mujer de tu prójimo. Al decir que tenemos «malos pensamientos» en realidad queremos confesar esa serie de imaginaciones y fantasías locas que vienen a nuestra mente, que nos apenan y avergüenzan. Lo cierto es que todos los hombres nos enfrentamos a nuestra propia concupiscencia que se manifiesta como una inercia constante hacia el pecado. Por eso, a donde quiera que vamos llevamos esta guerra contra nuestro propio cuerpo que es, en cierto sentido, «nuestro enemigo». Es común que los hombres de Dios realicen constantes penitencias con el fin de tener a su cuerpo dominado. En cierta ocasión se le preguntó a un santo ermitaño por qué se aplicaba tan grandes y pesadas penitencias y el contestó: «Mi cuerpo me mata a mí, yo lo mato a él». Hemos jurado a Dios y a nosotros mismos librar tenazmente la batalla y luchar por la santidad y sin embargo, no nos ha quedado más que esa sensación de estar sumergidos en un pantano en el que por tratar de salir nos hundimos más. Los primeros cristianos consideraron esta lucha, como un «cuerpo a cuerpo» con los demonios que representaban las riquezas, la glotonería y los placeres. Por ello, siguiendo el ejemplo del primer santo eremita san Antonio Abad se iban al desierto para que, como Jesús, pudieran vencer las tentaciones por la oración y el ayuno. Dios dotó al hombre de una gran capacidad para sentir y comunicar afectos e impulsos, por medio de los cuales se relaciona con los demás y enriquece su propia vida. Los sentimientos y pasiones debe considerarse siempre positivos como una riqueza personal. La misma atracción sexual, por poner el ejemplo, como impulso, en un primer instante es positiva, nos acerca a personas del sexo opuesto a las que vemos como un complemento. Es claro que para que haya pecado es necesario que haya una voluntad de pecar. Una cosa es tener tentaciones y otra caer en ellas. Así, por ejemplo, cuando yo supero un mal pensamiento que cruza por mi mente no he pecado, todo lo contrario, realicé una acción meritoria que fortalece mi voluntad. Podrá no gustarnos la palabra «mortificación» o quizás parecernos anticuada, pero lo que significa es cosa importante y siempre actual: «combatir y dar muerte» a los apetitos carnales. Esa es la verdadera rebeldía cristiana, aquella que se rebela a esos instintos que acosan a hombres y mujeres. En cambio, cuando empiezo a consentir y recrearme con ese mal pensamiento, debilito mi voluntad, exponiéndome a caer en acciones graves. San Pablo en su Segunda Carta a Timoteo 1,7 nos dice: «Dios no nos dio un espíritu de cobardía, sino el de poder y amor y de dominio propio». Tan pronto como advertimos la cercanía de un peligro volvamos a Dios. Es el momento de lanzar una jaculatoria y de rezar fervorosamente para que Dios en su misericordia nos dé la fuerza y la gracia para poder triunfar. La oración es siempre la mejor arma.En la antigüedad nos revela que el premio del combate finalmente es la humildad y la santa paciencia, virtudes fundamentales para perseverar. Sin ellas, el cristiano se desanima y desespera pensando que la pureza y la castidad son ideales inalcanzables. La humildad, la primera de las virtudes es el camino de la victoria. En las luchas encarnizadas «cuerpo a cuerpo» contra los malos pensamien-tos, reconoce siempre tu debilidad y limitación, ello te abrirá a la Gracia.


¿Y cuántas veces nos hemos hecho santos propósitos de pureza y castidad sin obtener los resultados que esperábamos? ¿Contra quién luchamos?
En general, todo pensamiento que nos aparta de Dios es un «mal pensamiento». Sin embargo, popularmente cuando alguien habla de tener «malos pensamientos» se entienden esas tendencias pecaminosas en la línea del sexto y noveno mandamiento: no fornicarás (tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, incluyendo el adulterio) y no desearás la mujer de tu prójimo. Al decir que tenemos «malos pensamientos» en realidad queremos confesar esa serie de imaginaciones y fantasías locas que vienen a nuestra mente, que nos apenan y avergüenzan. Lo cierto es que todos los hombres nos enfrentamos a nuestra propia concupiscencia que se manifiesta como una inercia constante hacia el pecado. Por eso, a donde quiera que vamos llevamos esta guerra contra nuestro propio cuerpo que es, en cierto sentido, «nuestro enemigo». Es común que los hombres de Dios realicen constantes penitencias con el fin de tener a su cuerpo dominado. En cierta ocasión se le preguntó a un santo ermitaño por qué se aplicaba tan grandes y pesadas penitencias y el contestó: «Mi cuerpo me mata a mí, yo lo mato a él». Hemos jurado a Dios y a nosotros mismos librar tenazmente la batalla y luchar por la santidad y sin embargo, no nos ha quedado más que esa sensación de estar sumergidos en un pantano en el que por tratar de salir nos hundimos más. Los primeros cristianos consideraron esta lucha, como un «cuerpo a cuerpo» con los demonios que representaban las riquezas, la glotonería y los placeres. Por ello, siguiendo el ejemplo del primer santo eremita san Antonio Abad se iban al desierto para que, como Jesús, pudieran vencer las tentaciones por la oración y el ayuno. Dios dotó al hombre de una gran capacidad para sentir y comunicar afectos e impulsos, por medio de los cuales se relaciona con los demás y enriquece su propia vida. Los sentimientos y pasiones debe considerarse siempre positivos como una riqueza personal. La misma atracción sexual, por poner el ejemplo, como impulso, en un primer instante es positiva, nos acerca a personas del sexo opuesto a las que vemos como un complemento. Es claro que para que haya pecado es necesario que haya una voluntad de pecar. Una cosa es tener tentaciones y otra caer en ellas. Así, por ejemplo, cuando yo supero un mal pensamiento que cruza por mi mente no he pecado, todo lo contrario, realicé una acción meritoria que fortalece mi voluntad. Podrá no gustarnos la palabra «mortificación» o quizás parecernos anticuada, pero lo que significa es cosa importante y siempre actual: «combatir y dar muerte» a los apetitos carnales. Esa es la verdadera rebeldía cristiana, aquella que se rebela a esos instintos que acosan a hombres y mujeres. En cambio, cuando empiezo a consentir y recrearme con ese mal pensamiento, debilito mi voluntad, exponiéndome a caer en acciones graves. San Pablo en su Segunda Carta a Timoteo 1,7 nos dice: «Dios no nos dio un espíritu de cobardía, sino el de poder y amor y de dominio propio». Tan pronto como advertimos la cercanía de un peligro volvamos a Dios. Es el momento de lanzar una jaculatoria y de rezar fervorosamente para que Dios en su misericordia nos dé la fuerza y la gracia para poder triunfar. La oración es siempre la mejor arma.En la antigüedad nos revela que el premio del combate finalmente es la humildad y la santa paciencia, virtudes fundamentales para perseverar. Sin ellas, el cristiano se desanima y desespera pensando que la pureza y la castidad son ideales inalcanzables. La humildad, la primera de las virtudes es el camino de la victoria. En las luchas encarnizadas «cuerpo a cuerpo» contra los malos pensamien-tos, reconoce siempre tu debilidad y limitación, ello te abrirá a la Gracia.

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