cuando hizo de mí el encargado de Cristo Jesús entre las naciones paganas. He pasado a ser el sacerdote del Evangelio de Dios para hacer de esas naciones una ofrenda agradable a Dios, santificada por el Espíritu Santo. (Carta a los Romanos 15, 16) Gloria sea dada al que tiene poder para afirmarlos en el Evangelio que anuncio y en la proclamación de Cristo Jesús! Pues se está descubriendo el plan misterioso mantenido oculto desde tantos siglos, (Carta a los Romanos 16, 25) El Señor ha ordenado, de igual manera, que los que anuncian el Evangelio vivan del Evangelio. (1º Carta a los Corintios 9, 14). 2 CORINTIOS - capítulo 1, versículos 21-22 - Y Dios es el que nos da fuerza, a nosotros y ustedes, para Cristo; él nos ha ungido y nos ha marcado con su propio sello al depositar en nosotros los primeros dones del Espíritu. Evidentemente en el mundo en que vivimos, no sólo existe la pobreza material, hay mucha gente necesitada de amor y cariño, de una palabra de aliento, vivimos en un mundo cada día más pobre de espíritu, nuestra tarea como frailes dominicos es llevar esta alegría y esperanza a quienes lo necesitan. Del santo Evangelio según san Lucas 21, 1-4
En aquel tiempo, alzando Jesús la mirada, vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Tesoro; vio también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir.
Señor, no te puedo dar nada que no haya recibido de Ti, por lo que pongo en tus manos mi amor y mi total dependencia a tu voluntad. Con tu gracia podré vivir desprendido de las cosas y sabré darme con más generosidad y más amor a los demás. En aquel momento, El Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús,
que dijo:
-Yo te alabo, Padre, señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos
y se las has revelado a los sencillos.
Sí, Padre, así te ha parecido bien (Lc 10, 21) Nos hemos acostumbrado a acomodar el Evangelio a nuestra vida e, incluso, a interpretarlo según nuestras situaciones y deseos, cuando debe ser todo lo contrario. Sólo el Evangelio, leído en silencio y gustado en su sencillez, puede darnos la clave de nuestra vida, historia…
¿Cómo podríamos hacer que los hombres vuelvan a ser alegres y a tener confianza? Diríamos que muy sencillo: mirando al mundo con ojos de niños (sencillez) y a Dios con ojos simples (confianza), de hijos que creen todavía en el amor sincero del Padre.
De alguna manera, desde la convicción “Dios es mi Padre y me ama”, que es una verdad muy simple pero contiene todo el Evangelio, “el mismo Padre los ama” (Jn 16, 27).Es una frase que puede cambiar una vida. Es necesario más que nunca vivir desde la sencillez, desde la simplicidad, que no es ingenuidad. Simplicidad es una actitud consciente, profunda y madura. Se opone a la superficialidad y a la inconsciencia, al orgullo y a la soberbia. Ya el papa Juan XXIII decía: “hay gente que tiene la extraña virtud de complicar las cosas más simples”. Así, una persona simple, sencilla, gana en seguida el amor y confianza de los demás. Nos fiamos fácilmente de personas sencillas, ya que confiamos en Dios y esas personas nos lo muestran cercanamente.
En una comunidad o familia puede haber personas sencillas y personas complicadas. Es entonces cuando más se nos exige morir a nosotros mismos, creer en el amor que Dios nos tiene y buscar un vivir en comunión.
Una persona simple-sencilla, puede vencer con su serenidad la nerviosidad agresiva de una persona complicada, aunque tenga que pagar su victoria con una lastimadura interior. Los sencillos comprenden fácilmente a los complicados, pero difícilmente los complicados pueden entender y aceptar a los simples-sencillos.
La verdadera sencillez-simplicidad evangélica coincide con la sabiduría, o al menos es el camino más directo para alcanzarla:
La sabiduría evangélica está reservada a los pequeños, es decir, a los simples, humildes, sencillos (Lc 10, 21). Son ellos los que pueden entender mejor, gustar, explicar a los demás la riqueza y exigencias del Reino de los cielos.Es la contemplación la que produce un gozo inefable, equilibra el espíritu, porque pone en contacto
exclusivo con el Dios-Amor, el Dios fiel.
Ver las cosas en Dios y no sólo a Dios en las cosas. Nos hemos acostumbrado a buscar a Dios en las cosas y los hombres pero nos hemos olvidado de que sólo quien posee una capacidad contemplativa puede conseguirlo.
Para volver a la simplicidad-sencillez del Evangelio; el ser hombres que busquen el silencio, el misterio de Cristo: para esto hay que tener un corazón desprendido y pobre, silencioso y contemplativo. Sólo así se puede descubrir la sabiduría del Evangelio. Volver a la simplicidad-sencillez del Evangelio es abrazar con alegría y saborear en silencio el misterio de la cruz. Sabemos que para seguir a Jesús hay que olvidarse totalmente de uno mismo y asumir la cruz de cada día. Hay personas que han olvidado, borrado sistemáticamente la cruz de su programa y todo lo explican y quieren según los criterios humanos de comodidad y eficiencia. La verdadera sabiduría del Evangelio es creer en el seguimiento de Cristo y asumir sus sentimientos, ponerse a servir de verdad a los otros, y sentir la alegría de desaparecer y morir: “En cuanto a mí, jamás presumo de algo que no sea la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6, 14).
La vida religiosa, su existencia, tiene sentido desde una especial configuración con la muerte de Jesús (Flp 3, 10), para poder participar en la definitiva eficacia de su resurrección.
Los hombres de hoy necesitan con urgencia testigos de los sufrimientos de Cristo y reclaman hombres fuertes, serenos, alegres, que puedan gritar: “yo estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2, 19-20). Pobreza. Es un tesoro que se vive adentro y envuelve en su sencillez fecunda todas las actitudes de nuestra vida. Es una forma de simplicidad evangélica que supone renuncia serena y total desprendimiento de las cosas y de los hombres para poder abrazarlos en Cristo.
La pobreza se manifiesta, no se define, se comunica; es callada, serena. Los verdaderos pobres son los que esperan activamente en el Señor. Sólo dos cosas se oponen a la pobreza evangélica: la resignación pasiva y la violencia.
Hemos de ser pobres de verdad. Una pobreza, ante todo, de corazón, de tener un corazón pobre, desprendido, abierto, entregado a Dios y dispuesto a escuchar y servir a los demás. El pobre es el que sabe rezar y gustar a Dios, tiene capacidad de solidarizarse, de acercarse a los que sufren.
Fraternidad. Es fruto de la pobreza, ya que, cuando uno vive desprendido, es cuando se abre a los demás. La fraternidad evangélica está presidida por Cristo y animada por el Espíritu. Por eso, una comunidad que canta, ora, vive en la sencillez y alegría, se abre a los demás en una generosa a actitud de servicio. La comunidad estará abierta, acogedora, profunda. La fraternidad se nutre de la Palabra y de la Eucaristía; éste es un elemento esencial para una auténtica fraternidad evangélica. Si alguien la descuida por propia culpa, no podrá ser nunca un hombre de comunión.
Alegría. Tenemos necesidad de alegría verdadera, profunda, serena. Es uno de los signos de las personas simples-sencillas que creen en Dios, se dejan amar por Él y viven en permanente actitud de servicio. La alegría es el mejor testimonio de que Cristo vive; y el mejor camino para mostrar a los hombres la senda del amor (la alegría es fruto y signo del amor; Flp 4, 4). La fuente de la alegría es Dios mismo, un Dios que va haciendo camino con nosotros. Las almas sencillas, que saben rezar y sufrir en silencio, son felices y hacen felices a los demás: “Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y esta alegría sea perfecta” (Jn 15, 11).¡Gloria sea dada al que tiene poder para afirmarlos en el Evangelio que anuncio y en la proclamación de Cristo Jesús! Pues se está descubriendo el plan misterioso mantenido oculto desde tantos siglos, (Carta a los Romanos 16, 25)
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